Israel Álvarez Moctezuma
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
II
Hacia principios del siglos XIV, el canónigo y catedrático de París, Jehan de Lescurel, maestro de Vitry, trabajaba vehementemente en la renovación musical, estilística y cultural que revolucionará la música en Occidente. La existencia de Jehan parece encender la historia de la música medieval como un relámpago. Se conoce muy poco de su vida. Sabemos mas de su muerte. Jehan fue colgado en el cadalso de los ladrones comunes de París, junto con otros delincuentes, encontrado culpable de asesinato, robo y violación dentro de un monasterio de religiosas, el 23 de mayo de 1304. Después de ejecutado, su cuerpo fue descuartizado y arrojado tras las murallas de la ciudad. Al parecer murió a los 29 años, una edad precoz para un clérigo de la época. Lescurel fue uno de los jóvenes clérigos que conocieron la poesía y la música de los troveros en las fiestas de la corte y en las tabernas parisinas. Él escuchó y analizó estas músicas y comprendió que les hacía falta sofisticación y refinamiento. Conocemos de Lescurel cinco virelais, quince ballades y once rondeaux. Éstas fueron las formas del nuevo arte, que habrían de perdurar durante siglos dentro de la música europea. Trabajos de perfección extraordinaria, el arte de un innovador, es decir, de un inventor de música. A pesar del reducido número de obras que se conocen de Jehan de Lescurel, en ellas se puede apreciar el trabajo de un trovador como ningún otro.
El trabajo de Lescurel se encuentran recopilados en uno de los códices que contiene el Roman de Fauvel, colección de poesía y música que constituye una de las fuentes documentales más importantes para comprender el Ars Nova. El Roman de Fauvel es el título de un extenso poema en dos partes, una típica sátira medieval sobre la corrupción de la monarquía y la cúpula eclesiástica, simbolizada por un burro llamado Fauvel. Comenzando por papas y emperadores, los hombres de toda condición social se corrompen cuándo desfilan y danzan para acariciarlo ansiosamente.[1] La temática principal de la música de Jehan de Lescurel es el amor. El amor a las damas, a las Señoras del fine amour. En la obra de este trovador, el amor es la fuerza suprema, una ciencia, y el único fin trascendente en la vida de los hombres. Esta concepción refinada del amor provino directamente de la cultura cortesana y trovadoresca de Provenza, de Champaña y de las cortes francesas. Lescurel divinizó el amor, pero no lo hizo como los poetas marianos lo hicieron en las cantigas de la corte de Alfonso X de Castilla; él sacralizó y exaltó el amor mundano a las damas, a las que llamó en sus obras Mi Señora y Reina, centro y fuente de su arte. Cuando Lescurel habla de los luminosos ojos de su amada nos recuerda el tono con que se cantaba a la Virgen —Notre Dame— en la catedral de París, pero él canta a una señora mundana con la misma técnica de las antífonas, pero con el efecto y las concepciones de los trovadores occitanos. En Dame, par vo dous regart, las palabras del trovador para su amada resuenan en el corazón con la infinita ternura del amor sacralizado, como quien canta a la Reina de Reinas, la Virgen Maria.
Dame, par vo dous regart/ Sui espris de vous amer/ Mon cuer senz lié et gaillart,/ Dame, par vo dous regart./ Ainsi vous sers main et tart,/ Et touz jours m’en veil pener./ Dame, par vo dous regart/ Sui espris de vous amer.[2]
Lescurel trova para honrar la belleza de las Señoras. En Bontés, sen, valour et pris, la dama de sus amores es fuente de dulzura, cuerpo divino dotado con todos los dones de la Diosa Naturaleza, una cara dulce, la belleza suprema, celestial. Se declara devoto adorador de su dama, le otorga su eterno servicio, su amor, su cuerpo y su alma, que sólo puede sobrevivir si bebe de la sagrada fuente de gracia y dulzura, es decir, del cuerpo de su señora. Amor que llega al paroxismo retórico, abigarrado de una sensibilidad casi religiosa, discurso inflamado e interminable, erotismo y sonoridad se conjugan para la creación de una perfecta ballade. El amor se convierte en algo obsesionante que se alimenta con sus propios tormentos, que, a la vez, lo fortifican; es un amor de compleja contradicción.
Ensemble Gilles Binchois/Dominique Vellard – Dame, par vo dous regart (Rondeau) W24
Sin embargo, Lescurel no se encasilla en la retórica del amante embebido en su dama. En la ballade, Amours, que vous ai meffait, canta sobre el lamento de una doncella que ha perdido a su ami —es decir a su amante—. Lescurel hace de esta doncella una heroína que maldice su destino y que llora por su propia muerte, que es inevitable, una muerte de amor. Es imposible no fascinarse con la manera en que el ornato melódico se enrolla tiernamente en la palabra ammee, es decir, la mujer que desea el amor. Bellezas melódicas complementan la suavidad, la melancolía, el matiz de las palabras. Lescurel revela, aquí, la retórica musical de la escuela parisina, de las formas y los recursos sonoros y poéticos. En las demás obras de Lescurel descubrimos la búsqueda prodigiosa del amor sempiterno, de la traición de un amante a su dama, la exquisita belleza del sensitivo corazón de dos amantes. De refinada sonoridad, sus obras exhalan un hálito cálido y nostálgico. La luz de su Fontaine de grace es de una textura festiva y sofisticada, pero profundamente melancólica. De lo que no cabe duda es de que, por encima de esta abigarrada retórica, el amor cortés supo encontrar el milagroso equilibrio entre el alma y el cuerpo, entre el corazón y el espíritu, entre el cuerpo y la sensibilidad. Cultura brillante, de sonido, de palabra, de música y de rito. El amor cortés daría origen a una scholastica cortés con Guillem de Lorris y otros. Los trovadores legaron a la civilización occidental una creación cultural para la sensibilidad de los hombres y las mujeres. Lescurel, asesino, violador y profanador, fue también un genial trovador de música, notablemente expresivo, maestro de la técnica del Ars Nova que supo capturar la esencia del fine amor. El estilo musical y conceptual de Lescurel marcaría la pauta para la música profana francesa que le sucedería, en las figuras de Vitry y Guillem de Machau. Así pues, por su elaboración melódica, las obras de Jehan de Lescurel muestran que el proceso del Ars Nova estaba en marcha desde el inicio del siglo XVI. La poesía y la música de Jehan de Lescurel fueron esencialmente arte de corte. En el poema Fontaine de grace, escrito hacia 1332 y en el que están insertas algunas composiciones musicales, el autor describe la atmósfera elegante y refinada, así como el delicado clima sentimental en que se sitúa la actividad musical:
[...] Junto al castillo vi un jardín donde había prados y fuentes, damas, caballeros y damiselas y un gran número de otras gentes muy alegres y divertidas que danzaban graciosamente; no había ni instrumentos ni ministriles, sino sólo cancioncillas agradables, corteses y sencillas. Cuando los vi, mucho me alegré, y más aún cuando me introduje entre ellos [...] y así me acerqué a los que danzaban como una persona que piensa en su dama [...] ella volvió sus dulces ojos hacia mí y lo hizo tan dulcemente que me pareció que me amaba con noble amor, y cuando hubo hecho una media vuelta por lo cual estuvo más cerca de mí, sonriendo con su cortesía, muy cortésmente me llamó diciendo: –‘¿Qué hacéis allá, bello señor? ¡Danzad con nosotros!’– Y yo súbitamente me incliné y la saludé humildemente. Pero cambié de color varias veces cuando le hablé, tanto que tenía el rostro o sonrojado o pálido, y ciertamente me di cuenta de que ella supo por mi rostro el amor, el deseo, el ardor y todo lo que en mí había: que yo era suyo para siempre y cuánto la amaba con amor sincero. Me devolvió cortésmente el saludo, pero de manera rápida, para que nadie se diese cuenta de que yo había ido por amor hacia ella; me tendió su pequeña mano y yo, que quiero y debo hacer su voluntad, no rehusé y me puse a danzar. Pero no había bailado mucho tiempo cuando ella me dijo dulcemente que era necesario que yo cantase y que, por tanto, me dispusiese a hacerlo, pues había llegado mi turno. Yo le respondí al instante: –‘Señora mía, quiero cumplir vuestra orden, aunque entiendo escasamente de canto, pero así se hará porque os place’–. Entonces, sin tardanza comencé este virelai, que se llama chanson ballade [así, en efecto, debe ser denominado]: Dame, a vous sans retollir [...] Terminada mi canción, una dama que la había danzado comenzó a su vez a cantar y me pareció alegre, amable y graciosa. Así se puso a cantar sin demora: Dios, ¿cuándo negará el tiempo y la hora en que vendrá aquél que amo tanto? Y terminó su canción, y cuando la hubo terminado mi dama dijo: –‘Bien dicho y con gracia, pero ahora llegó el momento de retirarnos.’– Y entonces todos se pusieron a caminar hacia el castillo tras ella [...] Cuando estuvimos allí reunidos me puse contento. Luego subimos por la escalinata a una capilla muy elegante de oro y pintada por mano de artista con los más bellos colores como yo jamás había visto. Así fue preparada la misa devotamente dicha y oída y ahí yo dirigí mis plegarias a Dios […] A continuación, todos nos trasladamos a una sala elegante y pulcra, donde cada uno fue, a mi juicio, atendido y servido de maravillas tanto de vino como de manjares cuanto el cuerpo y el apetito pedían. Allí tomé mi sustento y entretanto admiraba los modales, la postura, la conducta, el porte de aquella que es toda mi alegría. ¿Y quién vio después de una comida aparecer ministriles mejor dispuestos y arreglados? [...] Cuando hubieron hecho una stampie, las damas y sus acompañantes salieron de dos o de a tres, teniéndose de las manos, hacia una cámara muy bella. Y no hubo nadie que si quería divertirse, danzar, cantar o jugar a las damas, al ajedrez, tocar instrumentos, con cantos, con sonidos, que allí no encontrase su diversión preferida, y así había músicos tan hábiles y expertos a la antigua y a la nueva usanza que la Música, que forja los cantos, y Orfeo, que cantaba tan bien que hechizaba a todos los del infierno con la dulzura de su canto, comparados con éstos no habrían sabido cantar.[3]
Boccacio ha situado los prodigiosos cuentos del Decameron en una villa de la campiña florentina. Huyendo de la ciudad donde la peste negra hacia estragos, se había reunido allí un grupo de hombres y mujeres. Para olvidar los terrores dudan entre el sueño místico y el placer. Secretamente confiesan sus pecados. En la reunión aparentan reír y no hablan más que del amor cortés y caballeresco, la música preciosa y la fiesta. Aturdirse en el placer y hacerse cada uno su paraíso aquí abajo. Un paraíso profano donde, de una orilla a otra del arroyo, se tenderán la mano el hombre y la mujer.