Martirio de Santa Ursula y las Once Mil vírgenes, en Les Grandes Heures d'Anne de Bretagne, Jean Bourdichon, Tours or Paris 1503-1508 (BnF, Latin 9474, fol. 199v)

Los muertos vivientes. El alma corpórea de los santos en Occidente y su tránsito entre la vida y la muerte (I de II)

Antonio Rubial García

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

El cristianismo ortodoxo tiene la creencia de que el cuerpo muerto resucitará al fin de los tiempos e irá al cielo o al infierno después de recuperar su movilidad y vida, una vez que se produzca el Juicio Final. La posibilidad de un hecho tan insólito nace del dogma de que Cristo resucitó al tercer día después de muerto y subió al cielo. Así, lo que sucede en el momento en que se rompe esa unidad que forman el cuerpo y el alma fue uno de los más importantes problemas discutidos por la teología y desplegó interesantes procesos narrativos en la iconografía y la hagiografía a lo largo de la historia de Occidente. Esto trajo consigo una concepción muy corpórea de alma.

En este texto me interesa descubrir en las narraciones de las historias de los santos cómo el cristianismo medieval y barroco manejó con imprecisión la línea divisoria entre la vida y la muerte y la manera sumamente corporal en la que se representó el alma. En una primera aproximación trataré aquellos casos en los que las almas de algunos santos mártires parecen negarse a dejar los cuerpos que habitaron. A continuación me dedicaré a aquellos cuerpos de los santos que después del tránsito seguían teniendo actividad pues se movían, sudaban olores exquisitos, quedaban tan flexibles como cuando estaban vivos e incluso estaban libres de la corrupción que sobreviene después del último suspiro. En tercer lugar estudiaré las narraciones en las que los santos se preocupan por el destino de sus restos mortales desde el más allá. Por último, mostraré que los santos hacían favores o ejercían venganzas corporales desde el cielo y su muerte no les había privado de la posibilidad de utilizar objetos, de otorgar dones o de provocar males.

Martires del monte Ararat Les Grandes Heures d'Anne de Bretagne, Jean Bourdichon, Tours or Paris 1503-1508 (BnF, Latin 9474, fol. 177v)

Martires del monte Ararat. Les Grandes Heures d’Anne de Bretagne, Jean Bourdichon, Tours or Paris 1503-1508. (BnF, Latin 9474, fol. 177v)

Las prolongadas agonías de los mártires. 

En la hagiografía del siglo XIII se volvió un lugar común en las narraciones de martirios la presencia de largas agonías, de una cadena de torturas inconclusas, verdaderas “sagas de horror”. En la Leyenda dorada, el dominico Jacobo de la Vorágine cuenta cómo san Vicente, después de ser colocado en el fuego, fue desgarrado por garfios de hierro y rejones incandescentes, provocando que sus vísceras, fuera del vientre, se quemaran “desparramadas sobre la parrilla”. Sin embargo, el fuego se consumió y el santo seguía vivo, por lo que su verdugo mandó clavar sus pies en un madero y meterlo en un calabozo, el cual con su presencia se convirtió en un jardín florido y oloroso. Finalmente su verdugo decidió darle un descanso para que se recuperara y volverlo a atormentar, pero el mártir murió rodeado por los ángeles y su cuerpo, arrojado al mar, fue rescatado milagrosamente. A san Jorge lo torturaron en un potro, lo rasgaron con garfios, le quemaron los costados, le sacaron las vísceras, le restregaron las heridas con sal, le dieron a beber veneno, lo ataron a una rueda llena de espadas, lo frieron en un sartén de plomo derretido y finalmente fue decapitado.[1]

El mismo autor, tomando narraciones anteriores, atribuyó a san Dionisio de París una larga muerte y un sorprendente final: primero había sido metido a una hoguera y había salido ileso; después, arrojado a unos leones hambrientos, los volvió mansos; un horno al que fue introducido apagó su fuego; y finalmente, después de ser decapitado, tomó su cabeza entre las manos y guiado por un ángel de luz, caminó con ella dos millas, desde Montmartre hasta donde estaría la abadía de san Dionisio, donde se recostó para morir. Con tal prodigio el santo provocó numerosas conversiones.[2]

Con el uso del recurso de la amplificación retórica, el hagiógrafo daba a las narraciones de martirios un nuevo sentido. Mostrar sus sufrimientos no sólo era la manera de realzar al mártir en su calidad de héroe, la violencia se volvía el mejor medio para excitar la emotividad de los fieles y con ella despertar la compasión y el arrepentimiento. La violencia con que eran descritos los suplicios servía también para motivar indignación y encauzar sentimientos como el odio contra los herejes.

En esas imágenes se insistía en el triunfo de las víctimas sobre sus victimarios y con ello en la superioridad del más allá sobre el más acá y de la Iglesia católica sobre herejes y paganos. Para algunos teólogos este tipo de muerte era tan importante, que los mártires conservarían sus heridas incluso después de la resurrección de la carne como emblemas de su glorificación.[3] De hecho, los emblemas del martirio eran tan eficaces desde el punto de vista didáctico que gracias a ellos se podía identificar a estos santos como protectores de enfermedades: las saetas de san Sebastián lo señalaban como patrono contra la peste; los pechos de santa Ágreda la hacían muy efectiva para curar las dolencias femeninas; san Dionisio, que se representaba cargando su cabeza cortada, aliviaba los dolores de esa parte del cuerpo; y los males de muelas tenían como eficaz sanadora a santa Apolonia, quien había sido torturada, entre otras cosas, sacándole los dientes. Finalmente el martirio podía ser también un arma de dos filos pues se prestaba a justificar los ataques contra los gobernantes tiranos o para convertir en mártires a los rebeldes.

Incluso en el caso de una santa, como Eulalia de Barcelona, sus terribles tormentos fueron considerados una prueba de “fortaleza viril”. Ya a finales del siglo XVI, el jesuita Pedro de Ribadeneyra cuenta en su Flos Sanctorum (1599-1601) que Daciano la había mandado azotar cruelmente, y ante su constancia y alegría, ordenó lleno de ira despedazar su cuerpo con garfios de hierro. Sus verdugos le quemaron los costados, la envolvieron en cal viva, echaron sobre su cabeza óleo hirviendo y plomo derretido, en sus narices y heridas pusieron mostaza desleída en vinagre. Fregaron después sus llagas con pedazos de vasijas quebradas y le quemaron los ojos con velas encendidas. La santa no había perecido y sufría todo eso con valor, por lo que el cruel tirano había sido vencido por la firmeza de una tierna doncella.[4] 

La actividad corporal de las reliquias.

Tras una edificante agonía murió sor María de Jesús, monja que vivió en el convento de la Concepción de Puebla a mediados del siglo XVII, dejando un cuerpo apacible y milagroso que fue objeto de inmediata veneración. Sus compañeras de clausura empaparon toallas y listones con las gotas del aromático sudor que comenzó a expeler el cadáver y los guardaron como reliquias. Lo mismo hicieron las religiosas con los velos, telas y sábanas que estuvieron en contacto con la venerable monja y con los rosarios que colocaron cerca de su tumba. Una de ellas incluso le cortó un dedo del pie, del que manó abundante sangre. Con la apertura del proceso de beatificación en 1684 se realizó una exhumación promovida por el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, quien la ordenó en busca de pruebas que reforzaran la causa y se encontró un esqueleto cuya cabeza fue ocultada por las monjas para exponerla como reliquia. Después de obligar a las religiosas a restituir el cráneo, el obispo mandó levantar un acta donde constaba el prodigioso estado en que estaban los huesos: secos entre la tierra húmeda, expelían un delicioso olor y tenían un exquisito sabor. El dictamen fue enviado a Roma. Con todo, la causa se suspendió y no se reabrió sino hasta 1744, ocasión que utilizó el obispo Domingo Pantaleón Álvarez de Abreu para realizar una nueva exhumación de la tumba en 1752; el acto arrojó como resultado unos huesos húmedos cubiertos con un licor que expelía suaves fragancias, pero que se asentaban sobre tierra seca. El nuevo prodigio tampoco pareció suficiente prueba de santidad a la Sagrada Congregación de Ritos.[5]

Narraciones como éstas llenan los tratados hagiográficos pues constituían recursos retóricos indispensables para mostrar la santidad, sobre todo de aquellos cuyos procesos estaban por abrirse ante la Sagrada Congregación de Ritos. El olor de santidad era todo un tópico literario y responde a muchas narraciones europeas, como la del cuerpo de san Francisco Xavier, el cual puesto en cal viva no se descompuso y cuando se le exhumó olía a los perfumes más exquisitos del Oriente, alejando la peste de Malaca. Otro tema igualmente tópico fue el del cadáver pesado, como el del obispo san Eloy de Noyon que iba a ser trasladado por la reina desde su sede episcopal a París, pero su peso era tan enorme que fue imposible moverlo. Otras veces el muerto daba signos de movimiento como San Pedro el Ermitaño cuyo cadáver retiró su mano cuando un hipócrita se acercó a besarla. Santa Leocadia, por su parte, salió de su tumba levantando la pesada losa ante los ojos atónitos de la corte visigoda de Toledo sólo para decirle a san Ildefonso, su obispo, que siguiera defendiendo a la Virgen María. Para demostrar que había sido real el suceso, el santo prelado cortó un trozo del velo que cubría a la joven mártir, objeto que se resguarda como reliquia en esa catedral.[6]

Pero lo más frecuente era que los cuerpos muertos de los venerables fueran exhumados después de varios años de su deceso con el fin de constatar su incorruptibilidad. Tales exhumaciones eran ordenadas generalmente por los obispos como parte de los requisitos para iniciar los trámites de un proceso de beatificación. En algunas ocasiones a la exhumación seguía el traslado del cuerpo de un lugar a otro dentro del mismo templo o santuario, o incluso a otra ciudad. A pesar de esos traslados, la reliquia seguía haciendo milagros, como pasó con los restos mortales de los franciscanos muertos durante la rebelión del Mixtón en 1541; éstos, a partir de que fueron depositados en la iglesia de Etzatlán, empezaron a realizar milagros, clara muestra de la anuencia de sus propietarios al traslado y de la aceptación de su nuevo ámbito de actuación.

A menudo el cuerpo muerto de los santos permanecía con signos de vida, como la presencia de la sangre fresca después de varios días. Fray Juan Calero, uno de los mártires del Mixtón, que murió asaeteado y cuyos dientes y muelas fueron quebrados por una macana, fue encontrado cinco días después con “su sangre tan fresca como si entonces lo acabaran de martirizar”.[7] El tema era un tópico literario como se puede ver en la narración de fray Baltasar de Medina sobre el martirio del beato Felipe de Jesús, cuyo cuerpo muerto no fue tocado por los cuervos y destilaba sangre fresca días después de muerto, mientras que columnas de fuego se levantaban en el cielo para dar testimonio del hecho.[8]

La sangre de los mártires, al igual que la de Cristo, tenía un valor simbólico pues servía como agua fertilizadora de una tierra preparada para nuevas conversiones. Aunque en el cristianismo es Cristo el único héroe con funciones salvíficas, es decir el único que cumple con el modelo de “rey sacramental”, el sentido sacrificial y la presencia de la sangre como elemento simbólico son las dos cualidades más representativas del mártir.

Pero la máxima expresión de vitalidad de los cuerpos muertos era la ruptura de las leyes naturales con la incorruptibilidad. Bartolomé de Jesús María, el ermitaño de Chalma, fue desenterrado 27 años después de su muerte por orden del arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas quien, con la prueba de su cuerpo incorrupto, mandó iniciar las informaciones para su beatificación.[9] También incorrupto estaba el cuerpo de fray Diego de Basalenque, religioso agustino, modelo de prior y de provincial, amado por los indios y por los españoles por sus virtudes. Su biógrafo Pedro Salguero señala que, cuando el fraile murió en el pueblo de Charo en 1651, los indios le llevaron ofrendas y guardaron su memoria como si fuera un santo, lo que llevó al prior del pueblo a desenterrar el cuerpo un año después para ponerlo en un nicho especial y lo encontró incorrupto, a pesar de la cal con la que había sido enterrado. Para 1758, el obispo Pedro Anselmo Sánchez de Tagle dio permiso para que el cuerpo fuera llevado al convento de los agustinos de Valladolid, capital de la provincia, recomendando que el traslado se hiciera con gran sigilo para evitar escándalo en el pueblo de Charo. A raíz de este último traslado se hizo un documento médico con la descripción del cuerpo incorrupto y se realizó la reimpresión de la obra de Salguero en Roma, quizá para promover el proceso de beatificación.[10] Por su humildad y por su castidad, dice el cronista Matías de Escobar: “permitió Dios la incorrupción de su cadáver, embalsamándolo quizás con perennes celestiales  aromas, con que hasta hoy casi incorrupto persevera”.[11]

Dieric Bouts, Martirio de San Erasmo Obispo, Colegiata de la iglesia de san Pedro, Lovaina.

Dieric Bouts, Martirio de San Erasmo Obispo, Colegiata de la iglesia de san Pedro, Lovaina.


[1] Santiago de la Vorágine, Leyenda dorada, 2 v., Barcelona, Alianza Editorial, 1982, v. I, pp. 121; 251.

[2] Ibidem, v. II, p. 682.

[3] Ermanno Ancilli, Diccionario de espiritualidad, 3 v., Barcelona, Editorial Herder, 1987, v. III, pp. 554 y ss.

[4]  Pedro de Ribadeneyra, Flos Sanctorum de las Vidas de los Santos. 3 v. Barcelona: Imprenta de los Consortes Sierra, Oliver y Martí, 1790. www: books.google.com.mx. v. I, p. 369.

[5] Rosalva Loreto López, “Las pruebas del milagro. El proceso de beatificación de la madre María de Jesús en el siglo XIX”, ponencia presentada en el Primer coloquio internacional de Historia de la Iglesia en el siglo XIX, México, Condumex, 26 al 28 de noviembre de 1997.

[6] Jean Croisset et al., Año cristiano, 14 v., Barcelona, Librería religiosa, 1853, v. III, pp. 264, 484; v. XII, p. 12, 51 y 151.

[7]  Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, 2 v., Edición de Antonio Rubial García, México, CONACULTA, 1997, v. II, p. 463 y ss.

[8]  Baltasar de Medina, Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón San Felipe de las Casas o de Jesús, franciscano descalzo natural de México, México, Juan de Ribera, 1683, pp. 50 y ss.

[9]  Antonio de Robles, Diario de sucesos notables, 3 v., México, Editorial Porrúa, 1972, v. II, p. 86.

[10] Pedro Salguero, Vida del venerable padre y ejemplarísimo varón fray Diego de Basalenque, México, Viuda de Calderón, 1664; Roma,  Herederos de Barbielini, 1761.

[11]  Matías de Escobar, Americana Thebaida: Vitas Patrum de los religiosos ermitaños de Nuestro Padre San Agustín de la Provincia de San Nicolás de Tolentino de Michoacán, Edición de Igor Cerda, Morelia, Universidad Michoacana de san Nicolás de Hidalgo, Exconvento de Tiripetío, Fondo Editorial Morevallado, 2008, p. 177.

Jehan de l’Escurel o la polifonía como potencia (II de II)

Israel Álvarez Moctezuma

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

II

Hacia principios del siglos XIV, el canónigo y catedrático de París, Jehan de Lescurel, maestro de Vitry, trabajaba vehementemente en la renovación musical, estilística y cultural que revolucionará la música en Occidente. La existencia de Jehan parece encender la historia de la música medieval como un relámpago. Se conoce muy poco de su vida. Sabemos mas de su muerte. Jehan fue colgado en el cadalso de los ladrones comunes de París, junto con otros delincuentes, encontrado culpable de asesinato, robo y violación dentro de un monasterio de religiosas, el 23 de mayo de 1304. Después de ejecutado, su cuerpo fue descuartizado y arrojado tras las murallas de la ciudad. Al parecer murió a los 29 años, una edad precoz para un clérigo de la época. Lescurel fue uno de los jóvenes clérigos que conocieron la poesía y la música de los troveros en las fiestas de la corte y en las tabernas parisinas. Él escuchó y analizó estas músicas y comprendió que les hacía falta sofisticación y refinamiento. Conocemos de Lescurel cinco virelais, quince ballades y once rondeaux. Éstas fueron las formas del nuevo arte, que habrían de perdurar durante siglos dentro de la música europea. Trabajos de perfección extraordinaria, el arte de un innovador, es decir, de un inventor de música. A pesar del reducido número de obras que se conocen de Jehan de Lescurel, en ellas se puede apreciar el trabajo de un trovador como ningún otro.

Remède de Fortune, Mns Franc., 1586, fl.51r, BNF. (ca. 1350-1355)

Remède de Fortune, Mns Franc., 1586, fl.51r, BNF. (ca. 1350-1355)

El trabajo de Lescurel se encuentran recopilados en uno de los códices que contiene el Roman de Fauvel, colección de poesía y música que constituye una de las fuentes documentales más importantes para comprender el Ars Nova. El Roman de Fauvel es el título de un extenso poema en dos partes,  una típica sátira medieval sobre la corrupción de la monarquía y la cúpula eclesiástica, simbolizada por un burro llamado Fauvel. Comenzando por papas y emperadores, los hombres de toda condición social se corrompen cuándo desfilan y danzan para acariciarlo ansiosamente.[1] La temática principal de la música de Jehan de Lescurel es el amor. El amor a las damas, a las Señoras del fine amour. En la obra de este trovador, el amor es la fuerza suprema, una ciencia, y el único fin trascendente en la vida de los hombres. Esta concepción refinada del amor provino directamente de la cultura cortesana y trovadoresca de Provenza, de Champaña y de las cortes francesas. Lescurel divinizó el amor, pero no lo hizo como los poetas marianos lo hicieron en las cantigas de la corte de Alfonso X de Castilla; él sacralizó y exaltó el amor mundano a las damas, a las que llamó en sus obras Mi Señora y Reina, centro y fuente de su arte. Cuando Lescurel habla de los luminosos ojos de su amada nos recuerda el tono con que se cantaba a la Virgen —Notre Dame— en la catedral de París, pero él canta a una señora mundana con la misma técnica de las antífonas, pero con el efecto y las concepciones de los trovadores occitanos. En Dame, par vo dous regart, las palabras del trovador para su amada resuenan en el corazón con la infinita ternura del amor sacralizado, como quien canta a la Reina de Reinas, la Virgen Maria.

Dame, par vo dous regart/ Sui espris de vous amer/ Mon cuer senz lié et gaillart,/ Dame, par vo dous regart./ Ainsi vous sers main et tart,/ Et touz jours m’en veil pener./ Dame, par vo dous regart/ Sui espris de vous amer.[2]

Lescurel trova para honrar la belleza de las Señoras. En Bontés, sen, valour et pris, la dama de sus amores es fuente de dulzura, cuerpo divino dotado con todos los dones de la Diosa Naturaleza, una cara dulce, la belleza suprema, celestial. Se declara devoto adorador de su dama, le otorga su eterno servicio, su amor, su cuerpo y su alma, que sólo puede sobrevivir si bebe de la sagrada fuente de gracia y dulzura, es decir, del cuerpo de su señora. Amor que llega al paroxismo retórico, abigarrado de una sensibilidad casi religiosa, discurso inflamado e interminable, erotismo y sonoridad se conjugan para la creación de una perfecta ballade. El amor se convierte en algo obsesionante que se alimenta con sus propios tormentos, que, a la vez, lo fortifican; es un amor de compleja contradicción.

Ensemble Gilles Binchois/Dominique Vellard – Dame, par vo dous regart (Rondeau) W24

Sin embargo, Lescurel no se encasilla en la retórica del amante embebido en su dama. En la ballade, Amours, que vous ai meffait, canta sobre el lamento de una doncella que ha perdido a su ami —es decir a su amante—. Lescurel hace de esta doncella una heroína que maldice su destino y que llora por su propia muerte, que es inevitable, una muerte de amor. Es imposible no fascinarse con la manera en que el ornato melódico se enrolla tiernamente en la palabra ammee, es decir, la mujer que desea el amor. Bellezas melódicas complementan la suavidad, la melancolía, el matiz de las palabras. Lescurel revela, aquí, la retórica musical de la escuela parisina, de las formas y los recursos sonoros y poéticos. En las demás obras de Lescurel descubrimos la búsqueda prodigiosa del amor sempiterno, de la traición de un amante a su dama, la exquisita belleza del sensitivo corazón de dos amantes. De refinada sonoridad, sus obras exhalan un hálito cálido y nostálgico. La luz de su Fontaine de grace es de una textura festiva y sofisticada, pero profundamente melancólica. De lo que no cabe duda es de que, por encima de esta abigarrada retórica, el amor cortés supo encontrar el milagroso equilibrio entre el alma y el cuerpo, entre el corazón y el espíritu, entre el cuerpo y la sensibilidad. Cultura brillante, de sonido, de palabra, de música y de rito. El amor cortés daría origen a una scholastica cortés con Guillem de Lorris y otros. Los trovadores legaron a la civilización occidental una creación cultural para la sensibilidad de los hombres y las mujeres. Lescurel, asesino, violador y profanador, fue también un genial trovador de música, notablemente expresivo, maestro de la técnica del Ars Nova que supo capturar la esencia del fine amor. El estilo musical y conceptual de Lescurel marcaría la pauta para la música profana francesa que le sucedería, en las figuras de Vitry y Guillem de Machau. Así pues, por su elaboración melódica, las obras de Jehan de Lescurel muestran que el proceso del Ars Nova estaba en marcha desde el inicio del siglo XVI. La poesía y la música de Jehan de Lescurel fueron esencialmente arte de corte. En el poema Fontaine de grace, escrito hacia 1332 y en el que están insertas algunas composiciones musicales, el autor describe la atmósfera elegante y refinada, así como el delicado clima sentimental en que se sitúa la actividad musical:

[...] Junto al castillo vi un jardín donde había prados y fuentes, damas, caballeros y damiselas y un gran número de otras gentes muy alegres y divertidas que danzaban graciosamente; no había ni instrumentos ni ministriles, sino sólo cancioncillas agradables, corteses y sencillas. Cuando los vi, mucho me alegré, y más aún cuando me introduje entre ellos [...] y así me acerqué a los que danzaban como una persona que piensa en su dama [...] ella volvió sus dulces ojos hacia mí y lo hizo tan dulcemente que me pareció que me amaba con noble amor, y cuando hubo hecho una media vuelta por lo cual estuvo más cerca de mí, sonriendo con su cortesía, muy cortésmente me llamó diciendo: –‘¿Qué hacéis allá, bello señor? ¡Danzad con nosotros!’– Y yo súbitamente me incliné y la saludé humildemente. Pero cambié de color varias veces cuando le hablé, tanto que tenía el rostro o sonrojado o pálido, y ciertamente me di cuenta de que ella supo por mi rostro el amor, el deseo, el ardor y todo lo que en mí había: que yo era suyo para siempre y cuánto la amaba con amor sincero. Me devolvió cortésmente el saludo, pero de manera rápida, para que nadie se diese cuenta de que yo había ido por amor hacia ella; me tendió su pequeña mano y yo, que quiero y debo hacer su voluntad, no rehusé y me puse a danzar. Pero no había bailado mucho tiempo cuando ella me dijo dulcemente que era necesario que yo cantase y que, por tanto, me dispusiese a hacerlo, pues había llegado mi turno. Yo le respondí al instante: –‘Señora mía, quiero cumplir vuestra orden, aunque entiendo escasamente de canto, pero así se hará porque os place’–. Entonces, sin tardanza comencé este virelai, que se llama chanson ballade [así, en efecto, debe ser denominado]: Dame, a vous sans retollir [...] Terminada mi canción, una dama que la había danzado comenzó a su vez a cantar y me pareció alegre, amable y graciosa. Así se puso a cantar sin demora: Dios, ¿cuándo negará el tiempo y la hora en que vendrá aquél que amo tanto? Y terminó su canción, y cuando la hubo terminado mi dama dijo: –‘Bien dicho y con gracia, pero ahora llegó el momento de retirarnos.’– Y entonces todos se pusieron a caminar hacia el castillo tras ella [...] Cuando estuvimos allí reunidos me puse contento. Luego subimos por la escalinata a una capilla muy elegante de oro y pintada por mano de artista con los más bellos colores como yo jamás había visto. Así fue preparada la misa devotamente dicha y oída y ahí yo dirigí mis plegarias a Dios […] A continuación, todos nos trasladamos a una sala elegante y pulcra, donde cada uno fue, a mi juicio, atendido y servido de maravillas tanto de vino como de manjares cuanto el cuerpo y el apetito pedían. Allí tomé mi sustento y entretanto admiraba los modales, la postura, la conducta, el porte de aquella que es toda mi alegría. ¿Y quién vio después de una comida aparecer ministriles mejor dispuestos y arreglados? [...] Cuando hubieron hecho una stampie, las damas y sus acompañantes salieron de dos o de a tres, teniéndose de las manos, hacia una cámara muy bella. Y no hubo nadie que si quería divertirse, danzar, cantar o jugar a las damas, al ajedrez, tocar instrumentos, con cantos, con sonidos, que allí no encontrase su diversión preferida, y así había músicos tan hábiles y expertos a la antigua y a la nueva usanza que la Música, que forja los cantos, y Orfeo, que cantaba tan bien que hechizaba a todos los del infierno con la dulzura de su canto, comparados con éstos no habrían sabido cantar.[3]

Boccacio ha situado los prodigiosos cuentos del Decameron en una villa de la campiña florentina. Huyendo de la ciudad donde la peste negra hacia estragos, se había reunido allí un grupo de hombres y mujeres. Para olvidar los terrores dudan entre el sueño místico y el placer. Secretamente confiesan sus pecados. En la reunión aparentan reír y no hablan más que del amor cortés y caballeresco, la música preciosa y la fiesta. Aturdirse en el placer y hacerse cada uno su paraíso aquí abajo. Un paraíso profano donde, de una orilla a otra del arroyo, se tenderán la mano el hombre y la mujer.


[1] R. Hoppin, La música medieval, op. cit., pp. 373 y ss.
[2] Nigel Wilkins (ed.), The works of Jehan de Lescurel, [Roma], American Institute of Musicology, 1966, p. 343.
[3] “Remede de fortune”, fragmento, en Anne Walters Robertson, Guillaume de Machaut and Reims: Context and Meaning in His Musical Works, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

Los libros de caballerías como obras didácticas según dos prólogos artúricos: Baladro del sabio Merlín y Tristán de Leonís

“Los libros de caballerías como obras didácticas según dos prólogos artúricos: Baladro del sabio Merlín y Tristán de Leonís“, en Memorabilia. Boletín de Literatura Sapiencial, Núm, 15, 2013.

Daniel Guitierrez Trápaga.

Universidad de Cambridge.

Seminario Interdisciplinario de Estudios Medievales, FFyL-UNAM.

 

El adivino portavoz del destino y la musa juguetona

Raúl Alejandro Romo Estudillo

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

La vita Merlini es la segunda obra en orden cronológico (ca. 1148) y en importancia de Geoffrey, originario —según la indicación que el autor da de sí mismo en ciertos pasajes de sus dos obras— de Monmouth, ciudad al sureste de Gales. Geoffrey es famoso por su historia regum Britanniae (la historia de los reyes de Britania), narración legendaria de la historia bretona desde el reinado de Bruto, bisnieto de Eneas (siglo XII a. C.), hasta el de Cadvaladro (siglo VII d. C.). De la relación de los hechos en la historia, resalta la aparición de un niño de origen prodigioso —la unión abominable entre un demonio y una doncella— que despliega sus poderes extraordinarios en la corte de Vortigerno, un rey usurpador. Este ser de habilidades sobrehumanas formula, a partir de un hecho portentoso y de una manera oscura y apocalíptica, una serie de profecías sobre la historia futura de Bretaña; estas profecías, que precedían a la historia y circulaban de manera independiente, fueron incorporadas a ella para conformar el libro VII (de los doce que conforman la obra). Tal personaje de poderes extraordinarios es Merlín.

En la llamada vita Merlini (así en el éxplicit del único manuscrito completo de la obra, que data de finales del siglo XIII) nos es contada una parte de la historia de este mismo personaje aunque con muchos detalles que difieren.[1] Es tal la aparente falta de uniformidad del personaje de Merlín entre la historia y la vita que existe toda una discusión sobre la validez de la adscripción de las dos obras al mismo autor.

Merlín, Profeta.

Merlín, profeta.

Pero no sólo es la variación de las características de un mismo personaje y de los episodios por los que transita lo que hace de la vita un poema extraño: es aun más desconcertante la manera en que el personaje y sus vicisitudes son presentados a lo largo de la obra. Demos, a continuación, una muestra al respecto.

Después de una serie de incidentes en la corte de Rodarco, rey de los cumbros y esposo de Ganieda, hermana de nuestro protagonista, a Merlín, que hasta entonces había permanecido cautivo, se le concede, por fin, su mayor anhelo: marchar a los bosques y vivir apartado del mundo. Ganieda, entonces, en un intento desesperado por retener a su hermano, le pone por delante a su esposa misma, Güendolena, suplicándole que, si ha resuelto irse, al menos la lleve consigo. Merlín rechaza la compañía de su esposa y accede, resuelta e indiferentemente, a que, llegado el momento, se entregue a un nuevo esposo; incluso promete volver a la celebración de la boda y llevar un obsequio. “Pero aquel que la despose —advierte Merlín— debe precaverse de encontrarse alguna vez conmigo y hacerme frente. Llegada la ocasión, será mejor que se aparte; no vaya ser que, si se me concede la oportunidad de enfrentarnos, experimente él para su desgracia la rapidez de mi espada”.[2] Advertencia que se cumple poco después: cuando Merlín se entera, consultando los astros, de la cercanía de las nuevas nupcias de su esposa, reúne su manada de ciervos y se dirige al lugar de la celebración tomando como montura a uno de ellos. Allí se encuentra con Güendolena y también con su nuevo esposo quien, desde lo alto de una torre, se burla del espectáculo que da Merlín acompañado de su manada de ciervos y montado sobre uno de ellos. La reacción de Merlín es arrancar la cornamenta de su montura y arrojarla sobre el hombre. Éste, como resultado del golpe, queda muerto con la cabeza destrozada. Merlín, entonces, trata de huir pero es perseguido, capturado al final y trasladado de nuevo a la corte de Rodarco.

Una parte considerable de la vita, en su relativa brevedad (poco más de 1500 versos), consiste en episodios de este tenor. Otra parte la conforman largas tiradas de profecías, plagadas de guerras y devastación, que encuentran su correspondencia en diversos pasajes de la historia. Pero incluye, además, —principal característica que deja perplejos a los lectores modernos de la obra— pasajes donde Merlín se detiene a dar detalles extravagantes, en largas enumeraciones, sobre maravillas de la naturaleza: sobre peces, sobre islas, sobre manantiales y sobre aves.

¿Cómo puede explicarse el contenido tan variopinto, tan abigarrado incluso, de la vita? ¿Cómo reconciliar el tono de los episodios con la gravedad del personaje que carga con la responsabilidad de enunciar los hechos futuros de Bretaña? Atendamos, para ello, al exordio de la vita.

La obra nos recibe de la siguiente forma: “fatidici vatis rabiem musamque iocosam / merlini cantare paro”. (Me dispongo a cantar la locura de Merlín, el adivino portavoz del destino, y a su musa juguetona)

La locura es, de hecho, la que inspira los episodios proféticos de Merlín y, con ello, Geoffrey hace alusión a la serie de profecías que encontramos a lo largo de la obra. La parte seria y solemne. Ahora bien,  ¿qué significa, por su parte, musa juguetona?

Para empezar, iocosus es un adjetivo presente a lo largo de toda la vita: Merlín se dirige con iocosis verbis, “palabras juguetonas”, al hombre que con su música hace que recupere momentáneamente la cordura;[3] Rodarco, el esposo de su hermana, encuentra un tesoro gracias a su ayuda vatemque iocosus adorat, “y hace elogios juguetonamente al adivino”.[4]  Merlín y Telgesino —compañero del adivino en sus disquisiciones— capturan a un hombre loco y violento, y hacen que se siente junto a ellos para que su plática pueda levantar risusque iocosque “tanto risas como jugueteos”.[5] Merlín, es cierto, experimenta arrebatos de melancolía (como cuando, sorprendido por el invierno en medio del bosque nevado, trata de consolarse hablando con un lobo); pero la impresión con la que se queda el lector es con el tono jovial de tales situaciones (la manera en que Merlín se dirige al lobo no deja de ser ridícula). En suma, los episodios donde hay una combinación de risas y carcajadas con incidentes irónicos e incluso grotescos son notablemente recurrentes.

La alusión a la musa juguetona en el primer verso es la declaración —como señala J. S. P. Tatlock[6]— de que la vita es un jeu d’esprit, un iocus spiritus, un poema ligero y entretenido sobre Merlín y su locura, que incluye también episodios graves y serios representados por los versos proféticos.

Pero la cuestión no queda allí. La propia elección de las palabras es significativa y acarrea el peso de la tradición literaria latina de más de un milenio de historia en tiempos de Geoffrey. La alusión a una musa juguetona nos dice mucho de la intención programática de la vita.

¿De dónde proviene esa musa iocosa? El mismo Tatlock señala dos pasajes de los carmina de Horacio en los que pudo haberse basado Geoffrey. Uno de ellos es el final de la oda 3 del libro III (un poema con tema serio) donde encontramos lo siguiente: “Non hoc iocosae conveniet lyrae: / Quo, Musa, tendis?…”. (Esto no será apropiado para mi lúdica lira. ¿Adónde vas, Musa?)

En Ovidio hay, no obstante, un antecedente más claro y más significativo. Por un lado, en el libro III de las metamorphoses de Ovidio, asistimos a la lis iocosa, “contienda juguetona”,[7] entre Júpiter y Juno. Este episodio (en el que se discute, por cierto, cuál de los dos sexos saca mayor placer de los encuentros amorosos) explica cómo Tiresias —el omnipresente adivino de la mitología clásica— alcanzó su calidad de fatidicus vates[8] (precisamente la misma expresión con la que abre la vita).

Por otro lado, en el verso 354 de la elegía primera del libro II de los tristia, Ovidio declara:

crede mihi, distant mores a carmine nostri –

vita verecunda est, Musa iocosa mea –

magnaque pars mendax operum est et ficta meorum:

plus sibi permisit compositore suo.[9]

 

musa iocosa es una expresión propia de Ovidio. En el verso 387 de los remedia amoris nuestro poeta dice:

Thais in arte mea est: lascivia libera nostra est;

nil mihi cum vitta; Thais in arte mea est.

Si mea materiae respondet Musa iocosae,

Vicimus, et falsi criminis acta rea est.[10]

 

Los pasajes en que Ovidio habla de su musa, lo hace utilizando precisamente el calificativo juguetón. La musa iocosa constituye la declaración poética de Ovidio, frase de la que Geoffrey hace eco ahora para componer una obra de tono más jocoso que serio.

De acuerdo con el principio programático de la vita declarado en el primer verso, Geoffrey nos promete abarcar a Merlín en su calidad de adivino por medio de una musa juguetona (una composición poética ligera). Y, efectivamente, no recibimos menos. Tenemos, por un lado, largos episodios de ominosas profecías sobre el futuro de Bretaña inspiradas por la locura y, por otro, diversos episodios con tinte cómico (Merlín matando al pretendiente de su esposa con la cornamenta del ciervo sobre el que va montado) y maravilloso (Merlín hablando, por ejemplo, de una isla donde habitan unas mujeres con cuerpo de cabra que, cuando corren, superan a las liebres en velocidad); pasajes que, en conjunto, conforman una obra de una naturaleza muy diferente a la grandiosa e intencionalmente seria historia. Es natural, por consiguiente, que el Merlín de la vita, al adaptarse al caracter jocoserio de la obra, termine sufriendo modificaciones con respecto al de la historia. Como quiera que sea, Geoffrey y su tratamiento literario (el primero según se tiene registro) de la figura de Merlín en sus dos versiones fue determinante para la configuración del personaje dentro del ciclo artúrico y la materia de Bretaña.

El sueño del rey Arturo en Avalón (1898), de Edward Coley Burne-Jones.

El sueño del rey Arturo en Avalón (1898), de Edward Coley Burne-Jones.


[1] Para mayores detalles cf. María Alejandra Ordóñez Cruickshank, “La risa de Merlín”, en este blog: http://siem.filos.unam.mx/2013/09/30/la-risa-de-merlin/

[2] vita Merlini, vv. 376-380: “praecaveat tamen ipse sibi qui duxerit illam / obvius ut numquam mihi sit nec cominus astet, / sed se divertat, ne, si mihi congrediendi / copia praestetur, vibratum sentiat ensem” (Los pasajes de la vita han sido tomados de Edmond Faral, La légende arthurienne. III. Documents. París, Champion, 1929, pp. 307–352. La traducción es nuestra).

[3] Idem, vv. 201-202.

[4] Idem, v. 532

[5] Idem, v. 1392

[6] J. S. P. Tatlock, “Geoffrey of Monmouth’s Vita Merlini”, Speculum, Vol. 18, No. 3, 1943, pp. 265-287.

[7] v. 332.

[8] met III 348

[9] “Créeme: mis costumbres estan separadas de mis composiciones —mi vida es honesta; mi Musa, juguetona—, y gran parte de mi obra es mentirosa y ficticia: se les ha permitido más que a su compositor”.

[10] “Tais está presente en mi arte. Mi liviandad es franca; nada tengo que ver con ínfulas. Tais está presente en mi arte. Si mi Musa responde a un tema juguetón, he triunfado; y ella comparece ante el juez acusada de un crimen falso”.

Jehan de l’Escurel o la polifonía como potencia (I de II)

Israel Álvarez Moctezuma

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

 I

Denominamos trouvères a los poetas que florecieron en el norte de Francia desde mediados del siglo XIII. Reduciendo el término a su valor más estricto, debe ser aplicado a los músicos que adoptaron las técnicas y el estilo de los trovadores occitanos, pero también a los continuadores y difusores de la música, la poesía y la cultura cortés.

Esta cultura musical y cortesana llegó al norte de Francia gracias al patrocinio de Leonor de Aquitania y de sus sucesores, María de Champaña y Ricardo Corazón de León. Sin embargo, esta eclosión trovadoresca no hubiese sido posible sin la concurrencia de factores sociales y culturales fundamentales para el proceso. Uno de estos factores fue la traslatio cultural que hizo que el predominio de los monasterios y de las fortalezas feudales se moviera a las ciudades y se manifiestara en dos ámbitos principales: la escuela y la catedral.

En el transcurso del siglo XII las escuelas urbanas adelantaron notablemente a las escuelas monásticas. Los nuevos centros intelectuales se independizaron de sus orígenes, las escuelas episcopales, sobretodo respecto al enclaustramiento de sus maestros y sus alumnos, así como a sus programas y a sus métodos de estudio. Producto de este proceso fue la scholastica, una de las principales creación de las universidades medievales, de donde se desprenderá la nueva teoría musical. Las universidades, corporaciones de maestros y alumnos, hicieron del estudio y de la enseñanza un oficio, como una de las numerosas especialidades de los talleres urbanos. Corporaciones que crean conocimientos reveladores, un arte arquitectónico sin precedentes, el gótico, y una nueva música para este renacimiento medieval: el Ars Nova. [1]

Machaut, Rondeau: Doulz Viaire Gracieux

Lo que se conocía en París, en el siglo XIII-XIV, acerca del arte trovadoresco occitano facilitó la ruptura. Philippe de Vitry, Guillem de Machaut y Jehan de Lescurel, canónigos de Notre Dame y catedráticos de la universidad de París, adoptaron extraordinariamente las formas de los trovadores y troveros provenzales y aquitanos, de los ministriles de las cortes de Champaña y Flandes. Muy probablemente se las habían apropiado en Nápoles, reino estrechamente ligado a la Corona franco-normanda de los Anjou y los Capetos.

La caballería, y el ideal de la fiesta

La caballería, y el ideal de la fiesta

Por el rasgo vívido y sinuoso, por la sonoridad extasiada y absorbente, por todos los sofisticados adornos de la fiesta cortesana, la argolla de las canciones monódicas de héroes y de la sordidez de las flautas y de las percusiones rústicas aparece totalmente desarticulada en obras como el Roman de Fauvel (1314).

Jehan de Lescurel trovó, como nunca antes se había escuchado ni creado, músicas de una desgarradora ternura y deslumbrante belleza. En el fondo, la cultura cortés regía estas obras de poderoso discurso musical.

Lescurel adoptó lo que había de sensitivo en el arte de las catedrales, y lo que ligaba sus formas a aquellas, a la vez heroicas y engalanadas, de la novela de caballería, del amor cortés. Muy probablemente Lescurel inventó esta música para una de las cortes más brillantes de entonces, la corte real de París; ahí donde las mañanas de Pentecostés, en el gozo de la primera, se armaban caballeros a los jóvenes nobles al son del Ars Nova —como san Francisco cuando era joven, como todos los enriquecidos en el negocio y en la guerra. Los clérigos que crearon este Arte Nuevo de Trovar soñaban en el fondo con ser otros Lancelot o Parceval.

Philippe de Vitry, hacia 1320, terminó su tratado de teoría musical, el Ars Nova Musicae (Nuevo arte de la música). Esta obra culmina los esfuerzos de generaciones de músicos y teóricos parisinos que lo precedieron. Su nueva teoría musical fusionaba la lírica y la sensibilidad de la poesía trovadoresca occitana, las concepciones amorosas y cortesanas de Champaña y Flandes, así como la sofisticación sonora del instrumentario importado de Oriente, con las formas poético —matemáticas e intelectuales— del canto llano de la escuela de Notre Dame de París, una de las más brillantes creadoras de música religiosa del Occidente medieval. Estos nuevos trovadores unieron la perfección matemática, estructural y sonora del motetus, del discantus, la Retórica y Poética escolásticas, es decir, del Micrologus, con las formas del arte de los trovadores del sur; cantaban el fine amour, pero con más perfección y sofisticación teórica, retórica, sonora y musical.[2]

Estos músicos manifestaron su desdén por la música anticuada; sin embargo, el elemento amoroso, la esencia de la poesía trovadoresca, había penetrado tan profundo en la cultura del norte de Francia que los nuevos trovadores serían los continuadores de la cultura y el arte de inventar música.

Con su tratado, Philippe de Vitry concluyó un trabajo que comenzaron sus maestros, y que continuarían sus sucesores, un Ars Nova que se habría de expandir por toda la Cristiandad, y que encontraría en las ricas y prósperas ciudades de Florencia, Pisa, Venecia, Sevilla, Brujas, Gante, y París el terreno más fértil para su desarrollo.


[1] George Duby, Europa en la Edad Media, Barcelona, Paidós, 1999, pp.71-87; Jacques Le Goff, La civilización del Occidente Medieval, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 65-70.

[2] Richard H. Hoppin, La música medieval, Madrid, Akal, 1990, pp 369 y ss; Albero Gallo, Historia de la música medieval, México, Conaculta, pp 31 y ss.


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La risa de Merlín

María Alejandra Ordóñez Cruickshank.

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

La Vita Merlini de Geoffrey de Monmouth nos muestra, en un poema de 1529 hexámetros, una versión preartúrica de un Merlín con muchos rasgos de la tradición celta. Así pues, nos encontramos ante un vate cuyos poderes no tienen su origen en su nacimiento –la tradición más extendida nos dice que fue hijo de la princesa de una región llamada Demecia y de un íncubo– sino que surgen a partir de un brote de locura.

Durante la batalla de Ardderyd, Merlín, rey de los demetas, lucha a lado de Pereduro, rey de los venedotos, contra Gwenoloo, rey de los escotos. Conforme la batalla va cobrando sus víctimas, Merlín, al ver a sus hermanos muertos, pierde la razón y huye hacia una vida salvaje en el bosque. Tiempo después, un enviado de Ganieda, hermana de Merlín y esposa del rey Rodarco, lo encuentra y sana su locura gracias al tañido de su lira. De este modo, convence a Merlín para que vuelva al palacio junto con su hermana y su esposa. No obstante, al llegar al palacio, se siente rodeado por demasiada gente y pierde una vez más la razón.

Es después de este episodio que Merlín comienza a demostrar sus habilidades sobrenaturales. En primer lugar, evidencia el adulterio de su hermana Ganieda. Ésta, al reunirse con su esposo, lleva sin notarlo una hoja enredada en el cabello: Merlín estalla en una carcajada y deja perplejos a todos, ya que momentos antes se había negado siquiera a sonreír. El rey pide al enloquecido que declare la causa de su repentina risa y éste contesta:

Idcirco risi quoniam, Rodarche, fuisti

Facto culpandus simul et laudandus eodem,

Dum traheres folium modo, quod regina capillis

Nescia gestabat, fieresque fidelior illi

Quam fuit illa tibi, quando virgulta sibivit,

Quos suus occurrit secumque coivit adulter

Dumque supina foret, sparsis in crinibus haesit

Forte jacens folium, quod nescius eripuisti[1]

Ella, para convencer a Rodarco que lo que dice su hermano no es cierto, hace que un muchacho se disfrace tres veces de diferente manera y pide a Merlín que adivine su muerte. Éste, al dar cada vez una versión diferente de la muerte, es desacreditado por su hermana, quien logra exonerarse de este modo. Grande es la sorpresa cuando, poco después, nos es relatado cómo, en verdad, el muchacho experimenta la muerte por las tres causas enunciadas: cae de un peñasco, cuelga por su pie de un árbol y, finalmente, muere ahogado, pues su cabeza queda sumergida en un río que pasaba junto a dicho árbol.  En un momento dado, Merlín, sabe al ver las estrellas, que su esposa Güendolena tomara un nuevo marido. Por este motivo, va a visitarla y, al darse cuenta de que el nuevo consorte se está burlando de él, pues viene montado en un ciervo, lo asesina en un arrebato de furor. Es debido a este altercado que Merlín es mantenido preso en la corte del rey Rodarco.

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Merlín y el rey Arturo, Gustav Doré.

Un día el vate, escoltado por la guardia real, pasea por las afueras del palacio y ríe dos veces: primero, al ver a un mendigo que pedía dinero para remendar su ropa; luego, al ver a un joven con calzado nuevo que compraba suelas de repuesto. Los guardias, sorprendidos, cuentan lo sucedido al rey, quien, una vez más, le pide a Merlín que explique el porqué de su risa. Éste le dice al rey que sólo le responderá si le garantiza su libertad. Él acepta y Merlín contesta:

Ianitor ante fores tenui sub ueste sedebat

Et uelut esset inops rogitabat pretereuntes

Ut largirentur sibi quo uestes emerentur:

Ipsemet interea subter se denariorum

Occultos cumulos occultus diues habebat.

Illud ergo risi: tu terram uerte sub ipso

Nummos inuenies seruatos tempore longo.

Illinc ulterius uersus fora ductus ementem:

Calciamenta uirum uidi pariterque tacones,

Ut, postquam dissuta forent usuque forata:

Illa resartiret primos que pararet ad usus.

Illud item risi, quoniam nec calciamentis

Nec superaddet eis miser ille taconibus uti

Postmodo compos erit, quia iam submersus in undis

Fluctuat ad ripas [...][2]

Así pues, esta locura profética va acompañada, generalmente, por la risa burlona de Merlín. Elemento importante que es anunciado desde un principio por la mención de la musa iocosa[3]. De acuerdo a Tatlock en su artículo “Geoffrey of Monmouth’s Vita Merlini”,[4] Geoffrey, además de demostrar su conocimiento de la poesía latina, coloca desde un principio al poema dentro de una atmósfera juguetona, evidenciando que es un poema que tiene la intención de ser un divertimento, como dice el autor, un jeu d’esprit. Lucy Allen Paton, en su artículo “The story of Grisandole: a study in the legend of Merlin”, al tratar de rastrear el origen del episodio de Grisandole, nos dice que las escenas donde la risa sale a relucir aparecen en diferentes historias de origen oriental. En primer lugar, el relato más antiguo que se tiene del tópico de la reina infiel se encuentra en el cuento indio del siglo V, Çukasaptati. Todo comienza cuando la reina Kâmalila, durante la comida, se niega a comer un pescado macho, que ríe ante la negativa de la reina. El rey, sorprendido, pregunta el motivo de la risa de este ser sobrenatural a Pushpahasa, un hombre sabio capaz de sacar rosas de la boca cada vez que ríe, poder que había rehusado a mostrarle al rey, razón por la cual fue mantenido cautivo. Pushpahasa, finalmente, explica que el pez rio porque la reina le es infiel y es por este mismo motivo que él no se encontraba de humor para reír. El parecido con la Vita Merlini y el tema de la risa es evidente. No podemos saber si Geoffrey conoció dicha historia de primera mano, pero sí que su origen es claramente oriental.

Evangelario de Kells, siglo IX.

Evangelario de Kells, siglo IX.

Enseguida, el episodio de las adivinaciones en torno al mendigo y al hombre que compra suelas para sus zapatos nuevos proviene a su vez de Oriente. En el Talmu, encontramos la historia del rey Salomón, quien desea encontrar el shamir (piedra preciosa con propiedades mágicas). Envía, entonces, a Benajah, comandante de las tropas mercenarias del rey David, para que busque al demonio Aschmedai, el cual sabría decirle dónde encontrar la piedra mágica. Benajah captura al demonio y, mientras es llevado hacia Salomón, ríe tres veces. La primera vez cuando ve a un hombre comprar un par de zapatos que durarían siete años, la segunda cuando ve a un mago ganar dinero mediante su oficio y, por último, cuando ve una boda que se está llevando a cabo. Cuando Salomón inquiere el motivo de su risa, éste explica que rio la primera vez porque al muchacho sólo le quedan siete días de vida, la segunda porque el mago, sin saberlo, estaba parado sobre un tesoro escondido bajo sus pies y la tercera porque al novio sólo le quedaba un mes de vida. De acuerdo a M. Gaster, en su artículo “The legend of Merlin”, el motivo de este relato oriental pudo haber pasado de forma más directa a Inglaterra por medio de un cuento cristiano de origen rumano. En este cuento, el arcángel Gabriel es castigado por Dios y enviado a trabajar con un abad. Éste lo manda a comprarle un par de zapatos que sean lo suficientemente buenos como para que duren un año, cosa que provoca la risa del arcángel. Camino a la zapatería, Gabriel ríe una vez más al ver a un hombre que mendigaba. Cuando el abad pide la explicación de su risa, éste le responde que rio primero porque le pidió zapatos que duren un año cuando a él sólo le quedan tres días de vida y que volvió a reír porque el señor que mendigaba se encontraba, sin saberlo, sobre un tesoro enterrado bajo sus pies. Una vez más vemos el parecido con el episodio de la Vita Merlini. Un ser sobrenatural evidencia, por su risa, hechos que todos desconocen.

En conclusión, Geoffrey de Monmouth realiza en la Vita Merlini una combinación de tradiciones latinas, celtas y orientales. Todo quizás con el afán de reafirmar el juego de la musa iocosa, así como de mostrarnos un Merlín cuya naturaleza es la de un ser sobrehumano, aun si sus poderes provienen de un espíritu que lo enloquece. En un momento dado, Merlín declara: raptus eram, mihimet, quasi spiritus acta sciebam /Praeteriti populi praedicebamque futura[5] y, al final, vemos cómo este mismo espíritu se apodera de Ganieda: Hanc etiam quandoque suus rapiebat ad alta / Spiritus, ut caneret de regno saepe futura.[6] Es más, la misma risa sirve como recurso para resaltar la locura de Merlín. Los momentos de desolación y lamento por regresar al bosque fluctúan junto con la risa, los aligera y hacen saber al lector que no deben ser tomados en serio.


[1] Vita Merlini, vv. 286-293: Me reí, Rodarco, porque a causa del mismo acto debiste ser alabado y censurado. Cuando hace poco removiste la hoja que la reina no sabía que llevaba en su cabello, fuiste más atento con ella de lo que ella contigo; pues se había ido a esconder entre la maleza, allí adonde su amante se le reunió y se acostó con ella. Así, mientras ella estaba echada de espaldas, una hoja caída por casualidad en ese mismo lugar se adhirió a sus cabellos revueltos; y ésa fue la hoja que le quitaste, sin saber de esta situación.

[2] Idem, vv. 508-522: Tu portero estaba sentado ante las puertas vestido con ropas desgastadas y no dejaba de suplicar a los transeúntes, como desprovisto de todo bien, que le concedieran algo con qué remendar sus prendas; pues ese mismo sujeto ha sido, todo este tiempo, un hombre rico sin saberlo: tiene un gran cúmulo de monedas escondidas debajo de sí. Por eso me reí de la situación. Remueve tú la tierra que hay debajo de él y encontrarás unas monedas guardadas allí desde hace mucho tiempo. Después, cuando fui llevado en dirección a los mercados de la ciudad vi a un hombre que compraba calzado y suelas aparte para repararlo y dejarlo como nuevo para cuando se hubiera desgastado y agujereado por el uso; pero aquel pobre hombre no va a tener la posibilidad de utilizar las suelas de repuesto, pues para estos momentos su cuerpo, hundido en las aguas, se desliza flotando en las orillas del río.

[3] Idem, vv. 1-2 “Fatidici vatis rabiem musamque iocosam / Merlini cantare paro [...]” (“Me dispongo a cantar la locura de Merlín, el adivino portavoz del destino, y a su musa juguetona”).

[4] El tema de la musa iocosa se encuentra en los Carmina de Horacio Oda 3 libro III, así como en el libro II de las Tristia y en el verso 387 de los Remedia amoris de Ovidio.

[5] idem, vv. 1161-62 “Estaba fuera de mí y, como si fuera un espíritu, sabía los hechos pasados y predecía los futuros”

[6] idem vv. 1469-70 “A ella también la arrebataba, en ocasiones, su espíritu a las regiones etéreas para vaticinar sobre los eventos futuros concernientes al reino”.

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Sobre las 100 herejías de Juan Damasceno (675-749)

Iván Salgado García.

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

Hace un par de años, en el Seminario Interdisciplinario de Estudios Medievales (SIEM), comenzamos un proyecto de investigación y traducción del texto Sobre las 100 herejías de Juan Damasceno (675-749), una experiencia muy fructífera para los traductores y para aquellos que han tenido oportunidad de ver los primeros avances de este trabajo.

Cabe mencionar que éste fue el primer proyecto de traducción de textos griegos medievales en el SIEM y en la propia UNAM. Durante el proceso nos hemos encontrado con aspectos que han servido para constituir una metodología que aplicaremos en proyectos posteriores de esta naturaleza.

El texto en la obra de Juan Damasceno

Sobre las 100 herejías –en griego, περ αρέσεων y en latín, de haeresibus– es la segunda de tres partes de la Fuente de la sabiduría (πηγ γνώσεως), obra que le dio a su autor la fama que goza entre los Padres de la Iglesia. Fue compuesta por Juan Damasceno alrededor del 743[1], a petición de uno de sus compañeros de la Gran Laura de San Sabás y es un primer intento de organizar, de manera racional, todo el conocimiento relacionado con la fe cristiana, algo similar a la summa theologica de Santo Tomás.

La primera parte se titula Dialéctica, donde se resumen y definen algunos términos relacionados con la teología. La segunda parte, la que nos interesa, es el Libro de las herejías, donde se exponen las falsas doctrinas que han tenido lugar a lo largo de la historia del cristianismo. Para describir las primeras 24 herejías se tomó, casi íntegro, el texto de Epifanio de Salamina (ca. 310-403); el resto de la descripción abrevó de otros autores pero en su mayoría es de la autoría de Damasceno; su mayor aportación a la historia de las religiones es el apartado final, dedicado al Islam. Una tercera sección se titula Sobre la fe ortodoxa, donde se tratan temas como la unidad de Dios, la creación, la historia de la salvación entre otros. En suma, se trata de un resumen de siete siglos de doctrina cristiana.

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san Juan Damasceno. Icono del siglo XIV, monasterio del monte Athos

El texto de la segunda parte, sobre las herejías, se divide en secciones de magnitud dispar. La primera de ellas contiene los cuatro prototipos de todas las herejías: Barbarismo, Escitismo, Helenismo y Judaísmo. Es curioso notar que, en la parte relativa al Helenismo, se considera como principal falta el hacer esculturas, probablemente relacionado con la fama que gozaba el arte griego en todo el imperio romano; también es digno de nota el hecho de que las doctrinas filosóficas se incluyan como herejías, a saber, el Pitagorismo, los Platónicos, los Estoicos y Epicúreos. En la primera sección también se enumeran algunos sectores judíos como los fariseos, los saduceos y los escribas.

La segunda sección contiene las herejías posteriores a la venida de Cristo. Cuando se escriben algunas ya conocidas, como los gnósticos, no se ahonda en sus creencias sino solo en las regiones que habitan, probablemente porque, en esa época, no era necesario explicarlas. También se incluyen algunas herejías menos populares, como los Basilidianos, que creían en la existencia de 365 órbitas celestes, cada una con distinto nombre angélico; o los Cerintianos, que decían que Dios no había creado el universo sino que había sido obra de los ángeles. Están enlistados también los Valentinianos, que creían en eternidades y tiempos que, a la vez, eran macho-hembras y que habían sido creados por un padre de los universos. Mención aparte merecen los Tolemaicos, quienes se parecían a los Valentinianos por sus ideas del universo y la conjunciones de los astros.

En la tercera sección hay trece herejías, casi todas de origen oriental. Algunas son de fácil identificación, como los Setianos, en referencia al dios egipcio, y algunas otras de menos renombre, como los Ofitas, que adoraban a una serpiente por considerar que se trataba de Cristo; o los Cayanos, que veneraban a Caín y a Judas. De características parecidas eran los Severianos, que rechazaban el vino y al sexo femenino.

Encratitas, Catafriges, Pepucianos, Tesaresquedecatitas, Álogos y Adamianos son algunas de las herejías de la cuarta sección, también están ahí los Noecianos, que decían que Cristo era algo así como un hijo-padre; los Cátaros, que no aceptaban penitencia por sus pecados y rechazaban la bigamia; los Angélicos, que ya no existían cuando se compuso la obra, pero que se llamaban así porque porque invocaban a los ángeles en sus oraciones; los Valesios, que abnegaban de los profetas y de las leyes y que, en su mayoría, eran eunucos. También se enlistan en esta sección los Origenianos, que afirmaban que tanto Cristo como el Espíritu Santo eran creados.

La quinta sección comienza con la herejía 65, los Paulianistas. Aquí también se enumera a los Maniqueos, que adoraban al sol y a la luna como si se trataran de Cristo y blasfemaban sobre el Viejo Testamento; a los Melecianos, que en Egipto ya eran considerado cismáticos por haberse separado de los que renegaron de su fe en las persecuciones, y a los Arrianos que, al igual que los Origenianos, sostenían que Cristo y el Espíritu Santo fueron creados y que Cristo no compartía ni había tomado el alma de María.

La sección seis, que incluye siete herejías, enlista a los Audianos, Fotinianos, Marcelianos, Seminarianos, Erianos y Ecianos; los últimos decían que no se debían hacer sacrificios a los muertos ni se debían guardar ayunos en las fechas acostumbradas, ni siquiera en la temporada de Pascua; otra de sus doctrinas consistía en igualar en autoridad al sacerdote y al obispo.

La sección siete es pequeña, incluye sólo cuatro herejías, de las que se dan datos muy generales. Sin embargo, se hace énfasis en la número 77, los Dimocritas, que también se hacían llamar Apolinaristas y que, al interpretar de manera muy literal la frase “y el verbo se hizo carne”, sostenían que Cristo no era perfecto pues era sólo carne y nunca se dijo que tuviera alma. Pero, el principal objeto de atención en esta sección son los Masalianos, al grado de que, incluso, se enlistan los puntos relevante de su doctrina, entre los cuales aparecen algunos muy interesantes, como el primero, que dice que “Satanás vive de manera personal con el hombre y lo domina en todos los aspectos.”

A partir de la sección ocho se enumeran las herejías que existieron después del papado de León I, entre ellas los Nestorianos, Eutiquianistas, Egipciacos, Agnoetas, Barsanofitas, Ilicetas, Heliotropitas, entre muchos otros, como los Tnetophiquitas, que decían que el alma de los hombres es idéntica a la de los animales; los Agoniclitas, que nunca se hincan para orar, y los Cristolitas, que decían que el cuerpo de Cristo se quedó en la tierra y sólo su divinidad subió al cielo.

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Monasterio de Mar Saba

La última sección incluye a los Monoteletas, que afirmaban que Cristo participaba de dos naturalezas, pero que tenía sólo una voluntad y una persona; los Autoproscoptas, que eran, en todo, ortodoxos pero que se apartaron de la Iglesia católica por una diferencia en la interpretación de determinados cánones y, por último, la herejía que Juan Damasceno llama “seductora de los pueblos” los Ismaelitas, seguidores de un tal Mahommed, que, entre otras cosas, negaban que Cristo hubiera muerto en la cruz, adoraban ídolos y tenían falsos profetas.

Esta sección es la más larga de todo el tratado y constituye uno de los primeros testimonios de la existencia del Islam y de la visión que los cristianos tenía de esta religión. Por ello, el Seminario Interdisciplinario de Estudios Medievales ha decidido traducirlo y estará disponible en línea y de forma impresa en 2014. Por ahora es posible consultar, de manera fiable, la traducción latina de J. P. Migne, disponible en línea gracias al sitio web Documenta Catholica Omnia.


[1] Raymond Le Coz, Jean Damascene, écrits sut l’Islam. Présentation, commentaires et traduction. (Sources Chrétiennes 383). Les Éditions du Cerf. Paris. 1992. 272 pp.


 

Caída de Simón el Mago. Capitel, Basílica de Saint-Sernin, siglo XI.

La Subversión de la Palabra. La herejía en la alta Edad Media.

Laura Alcántara Duque.

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

Moisés transmitió su mensaje a través de la palabra y no de la imagen. El verbo, la palabra de Dios dada a los hombres para guía de su vida y su salvación, era la manifestación de Él en la vida terrenal y también era un vehículo de dominación.[1]  Durante la Edad Media el acceso a esta palabra garantizaba la pertenencia a una comunidad que dotaba al sujeto de prerrogativas específicas, que velaban por su seguridad y manutención además de –recíprocamente– sujetarlo a ciertas obligaciones sin las cuales sería un paria. En tanto la sociedad medieval se concebía como eminentemente cristiana, la cohesión de ésta se daba a partir del rito y los discursos cristianos. Así pues, cada estrato social cumplía una función de acuerdo a la relación establecida entre la vida material y la vida espiritual. Cada uno hacía lo propio para mantener el engrane del mundo funcionando, con el fin último de alcanzar la salvación eterna.[2]

La palabra divina estaba para ser escuchada. Parecería que una de las condiciones para pertenecer a la Cristiandad era la recepción, casi pasiva, de la palabra. Y el clero, estamento encomendado a difundirla, mantenía, gracias a ello, una situación material por encima de gran parte de la población, pues gozaba de potestades jurídicas y sociales sobre ella. De esa forma, se establecía una lectura y un discurso concreto de las Escrituras, es decir, se planteaba una serie de límites formales e interpretativos dentro de los cuales el clero debía realizar su apostolado.

Así fue, o más bien, así se intentó que fuera. Fue común la aparición de individuos o grupos –organizados o improvisados– que rebatían la exclusividad de la palabra divina en los clérigos. Muchos eran los motivos por los cuales se rechazaba la restricción impuesta para aproximarse directamente a ella. La vida clerical distaba, en diversos momentos y regiones, de ser tan pura y espiritual como demandaban los cánones.

La palabra no podía ser difundida por cualquiera, pues se corría el riesgo de que se interpretara fuera de los cánones y, entonces, surgiera la herejía. Sin embargo, con mayor frecuencia de lo que se piensa, se trató de romper con este monopolio, intentando quitar la palabra al orden sacerdotal porque no se les consideraba dignos de transmitirla. Es en ese momento donde se subvierte el orden impuesto y se reconoce que el verbo está a disposición de los simples y de los laicos. Se eliminaban, así, las barreras sociales impuestas y se abrían posibilidades de generar una igualdad de funciones que trastocaba el orden imaginado y precariamente establecido. Un orden construido poco a poco y un poder que se afianzaba paulatinamente.

Si un simple se hacía del verbo cabía la posibilidad de que pervirtiera y modificara la verdad aceptada, garante del status quo. La herejía es, entonces, el error al interpretar o valorar los cánones eclesiásticos y los textos fundadores del cristianismo. Pero ¿de acuerdo con qué criterio, con qué objetivo y bajo qué términos tiene lugar el error?

Caída de Simón el Mago. Capitel, Basílica de Saint-Sernin, siglo XI.

Caída de Simón el Mago. Capitel, Basílica de Saint-Sernin, siglo XI.

La construcción de la fe correcta, adecuada y verdadera es constante. Obedece, principal aunque no únicamente, a dos cuestiones: qué es lo que se quiere combatir y qué tipo de poder se quiere edificar. Durante el Imperio Carolingio, por ejemplo, bajo la tutela de Carlo Magno se formaban intelectuales en la corte, que posteriormente eran enviados a los monasterios sujetos a su dominio. Uno de los intelectuales más prominentes de esta corte fue Alcuino de York, quien colaboraba para consolidar el poder centralizado de los carolingios; él explotó una forma específica de transmisión para la creación de textos especializados, destinados a un grupo de gente preparada para entenderlos. Se esforzó así por dividir la preparación y la redacción de medios de transmisión de esa palabra (textos) para después difundirlos, probablemente en lengua vernácula. Se reafirmaba así la categoría de oyentes de la grey. Se controlaba, así, la manera en la que la Iglesia establecida, patrocinada por el poder, hacía llegar la directriz cristiana a sus fieles.

Pero sólo podía controlarse en primera instancia, porque lo dicho siempre tendrá la posibilidad de modificarse en la predicación vernácula. Un cambio que se propicia y permanece en la oralidad.

 

[1] Peter Brown, El primer milenio de la cristiandad occidental, Barcelona, Crítica, 1997, p. 253 (La Construcción de Europa)

[2] Sobre el orden social medieval y la justificación religiosa de cada grupo social, así como de la jerarquía que ocupaban vid  Georges Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, traducción de Arturo R. Firpo, Madrid, Taurus, 1992 [1978], 460 págs.

 

 

 

 

La recepción de la literatura clásica latina del siglo IX al XII: algunas consideraciones

Aldo A. Toledo Carrera.

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

Una vez obtenida la paz, el emperador Carlomagno pudo emprender las reformas que él creía necesarias para conservar la estabilidad de su reino. Siguiendo el ideal agustiniano del Cristianismo, no sólo como regeneración bautismal a nivel del individuo sino también del Estado, llamó a su corte a hombres de distintas partes del orbe —de Hispania, Italia, Galia e Inglaterra— para continuar la tan requerida renovatio studiorum que su padre, Pipino el Breve, había emprendido mas no completado. El emperador estaba convencido de que, para terminar esta renovación de los estudios, uno de cuyos objetivos principales era la formación de clérigos capaces de hacer labor exegética de las Sagradas Escrituras, era menester comenzar por la renovación del vehículo de los mismos, el latín, que tan grande deterioro había sufrido en la Iglesia durante el período merovingio. Alcuino de York, hombre de inmenso saber, fue puesto a cargo de la schola Palatina y la biblioteca de la corte para este fin. La biblioteca fue enriquecida con amplios volúmenes de la Antigüedad y los Padres de la Iglesia, procedentes de Northumbria gracias a la cultura monastica anglolatina, pilar de la supervivencia de la literatura latina. Por órdenes del emperador y bajo su celosa mirada, estas obras se copiaron en las abadías reales, con el fin de extender el saber a todas partes del imperio. Tras la muerte de Luis el Piadoso, hijo y sucesor de Carlomagno, en el año 840 y la consecuente división del reino entre sus hijos, Aquisgrán cayó en el olvido, pero su colección de volúmenes se repartió entre los nuevos núcleos del saber, donde fueron copiados ininterrumpidamente y enviados a otros centros, asegurando así la conservación del saber antiguo.

st. gall

Abadía de San Galo.

El danés Birger Munk Olsen, autor del célebre I classici nel canone scolastico altomedievale, propone en su artículo “La Réception de la Litterature Classique au Moyen Âge” la recepción de los autores de la Antigüedad en relación directa con el número de manuscritos conservados. Advierte que este trabajo está sujeto a muchas variantes, pues es un estudio que depende de la conservación del número de obras, copiadas durante la Edad Media; además, no hay que olvidar que los resultados podrían no reflejar la realidad de la existencia de las dichas copias, dado que muchas pudieron perderse por factores tan dramáticos, como una guerra o un incendio, o por otros más diminutos pero no menos destructivos, como los hongos y los ratones. Es, pues, un estudio que depende de lo que hemos conservado, no de lo que realmente hubo y el paso del tiempo destruyó. Sin embargo, esto no quiere decir que nuestros conocimientos sobre la conservación de los autores clásicos –y, por ende, de la formación del canon latino en la Edad Media occidental– estén basados en hipótesis vagas. Afortunadamente, no sólo han sobrevivido los manuscritos físicos –que, con esfuerzo, se han recuperado, especialmente a partir del humanismo italiano, asegurando su supervivencia– sino también los grandes catálogos de las bibliotecas donde se almacenaron y copiaron los autores clásicos, en espera de su inmortalización, consumada por la labor de los humanistas renacentistas. Ambos factores pueden darnos una muy buena idea sobre lo que estaba sucediendo en los scriptoria de la corte carolingia y los monasterios: a quién se leía, a quién se imitaba y quién educaba a los hombres del siglo ix en adelante.

Según la lista Diez B. 66, quizá un catálogo parcial de los libros de la biblioteca de la corte carolingia, Lucano, la Tebaida de Estacio, Terencio, Juvenal, Tibulo, el ars poética de Horacio, Claudiano, Marcial, algunos discursos de Cicerón y fragmentos de los bella e historiae de Salustio, curiosidades como Gracio con su cynegetica y Estacio con sus silvae formaban parte de la extensa lista. Los mejores manuscritos de Lucrecio y Vitruvio proceden de ahí. Al mismo tiempo, comienzan a florecer las bibliotecas de Corbie y Tours, que, luego de la decadencia de Aquisgrán, tomarían su lugar. En ambas, por ejemplo, se copió un manuscrito italiano del siglo V de Livio, que se encontraba, seguramente, en la biblioteca carolingia. Corbie, además, albergó una gran colección de Cicerón, Livio, Salustio, Columela, Séneca el Mayor, Plinio el Joven, el bellum Gallicum de César ―obra, por lo más, poco copiada en los scriptoria medievales―, ad Herennium, Macrobio, Estacio, Marcial, las Heroidas y Amores ovidianos ―otra obra de poca difusión durante este período―, Terencio, Vitruvio y Vegecio. Otras colecciones iban, poco a poco, acrecentando su acervo para, luego, competir con San Martín de Corbie: Fleury, Ferrières, Auxerre, Lorsch, Reichenau y San Galo.

Volviendo al trabajo de Munk Olsen, para su investigación eligió el período entre los siglos ix y XII, puesto que los catálogos de esta época son más exhaustivos y arrojan datos más certeros. Además, elaboró una tabla en la que enumera el total de manuscritos conservados de autores clásicos, limitándola a aquellos que sean más de cincuenta.

Siglo

 

Gracias a esta información, pueden concluirse diversos aspectos sobre la recepción de la literatura latina:

1)    Virgilio, considerado —al menos en el siglo IX— un profeta precristiano que anunciaba la llegada de Cristo, era el único autor pagano cuyas tres obras eran ávidamente estudiadas y convivían con los poetas cristianos Prudencio, Próspero y Sedulio. Esto se refleja en el número, siempre alto, de manuscritos a través de cuatro siglos. Puede verse, además, la preferencia creciente de la Eneida sobre las otras dos obras, los georgica y las eclogae, copiadas aparte por su extensión. Este proceso fue esencial en la formación de un canon y se volvió una tendencia que, hasta el día de hoy, perdura. Curiosamente, en el caso de las otras dos obras, la preferencia está invertida el día de hoy: los georgica son la obra menos estudiada de Virgilio.

2)    Los poetas, no los prosistas, son los educadores latinos paganos de la Edad Media, cuyo estilo y vocabulario permea incluso en la prosa. Virgilio, Lucano, Horacio, Juvenal, Persio y, en último lugar, Ovidio tienen un lugar preponderante en la labor de los scriptoria y el estudio del latín. Al contrario de lo que popularmente se dice acerca de cómo el Cristianismo prohibía la lectura de libros “poco edificantes”, por no decir “impropios de acuerdo con la doctrina cristiana”, esta lista muestra lo contrario: las muchas veces salaces Sátiras de Horacio tienen una posición privilegiada sobre muchos otros autores paganos e, incluso, sobre otras de sus obras; pero, como puede deducirse del número casi constante, todas sus obras solían copiarse en el mismo grupo de folios. Juvenal es más copiado y leído que el moralista Terencio. Las Metamorfosis es la única obra de Ovidio que aparece en la lista y está en los últimos lugares pero, aun con su contenido pagano lleno de traiciones, incestos y estupros, no pueden preterirse; las Heroidas y los Amores descansaban en los estantes de Corbie. La guerra fratricida de la Tebaida de Estacio era un favorito de la Edad Media, un autor cuya épica, junto con la de Virgilio, era digna de imitarse; de sus Silvas sabemos, al menos, que estuvieron entre las colecciones de la corte de Aquisgrán, pero fuera de ahí tardaron mucho tiempo en ver de nuevo la luz. En el mismo tenor, se encuentra la Farsalia de Lucano, la gran obra poética y retórica sobre la guerra civil, en la que el enemigo de Roma era Roma misma. Es cierto que, en el ramo eclesiástico, muchos, siguiendo a San Benito, levantaron no pocas veces la voz contra la lectura de los paganos por ser perjudicial a la doctrina cristiana institucionalizada, pero eso no impidió que se continuara la labor, comenzada en época carolingia, de reproducción de textos de la Antigüedad Clásica.

3)    Cicerón y Salustio son los únicos prosistas que figuran en la lista. Del primero, sin embargo, no resaltan sus discursos ni las cartas ―las que fueron un redescubrimiento de Petrarca― sino su obra oratoria y filosófica: el de inventione y su espuria rhetorica ad Herennium fueron los manuales para la enseñanza del trivium, pues Quintiliano todavía permanecería unos siglos esperando ser encontrado y ampliamente estudiado por Poggio Bracciolini; el de officiis, por su parte, representa la discusión filosófica junto con su tratado sobre la amistad, el Laelius; finalmente, el somnium Scipionis se copiaba y leía separado del de republica, venía usualmente acompañado del comentario de Macrobio y se copiaban ambos en los mismos folios. Salustio es el único historiador de amplia difusión en la Edad Media.

4)    También se encuentra una curiosidad de la Antigüedad: el poco conocido texto de Solino, los mirabilia, un resumen de la geografía que describe Plinio en su historia naturalis. La obra de Plinio el Viejo era tan extensa que difícilmente se copiaba íntegra, pues ocupaba demasiados folios, material muy preciado en la Edad Media.

5)    Las dos obras que no pertenecen al uso escolar son las epistulae ad Paulum de seudo-Séneca y las epistulae ad Lucilium, éstas sí del filósofo romano. Autor muy querido por los cristianos por su estoicismo, doctrina asimilada en muchos aspectos por los escritores cristianos, gozó de gran prestigio durante la Edad Media, en detrimento de su obra “científica”.

A pesar de todo, esta lista es muy pequeña en comparación con la gran cantidad de obras, de los mismos autores clásicos, que no se han mencionado aquí. ¿Qué pasó con ellas? ¿Dónde estaban? Muchas de ellas quedaron en las estanterías de las bibliotecas, esperando ser encontradas. El gran historiador Livio quedó desmembrado en diferentes partes de Europa: su quinta década, copiada en el monasterio de Lorsch, es la única fuente que tenemos. Su biblioteca albergaba, además, una de las raras copias de las epistulae de Cicerón, y copias del norte de Italia de el de beneficiis y de clementia de Séneca, entre otros. El único manuscrito medieval superviviente de los Argonautica de Valerio Flaco fue copiado en Fulda. De aquí mismo, salieron los libros 1–6 de los annales de Tácito, para luego ser conservados en Corvey. Fleury fue un centro importante para Quintiliano y el bellum Gallicum. Ejemplos como éstos hay muchos. Sin embargo, no gozaban la misma seguridad que las obras mencionadas en la lista incluida en este trabajo, pues el único manuscrito carolingio de alguna obra, almacenado en alguna biblioteca sin ser copiado, era susceptible de desaparecer para siempre ante cualquier accidente: Catulo, Propercio, Petronio y Tácito estarían perdidos de haber sido así.

Cubierta de marfil dle Evangelario, c. 810, Carolingian, Victoria and Albert Museum

Cubierta de marfil dle Evangelario, c. 810, Carolingian, Victoria and Albert Museum

 

Bibliografía

Bischoff, Bernhard, Paläographie des römischen Altertums und des abendländischen Mittelalters, Berlin: Erich Schmidt Verlag, 2009.

Bowen, James, A History of Western Education, vol. II, Londres: Methuen & Co Ltd, 1975.

Hildebrandt, M. M., The External School in Carolingian Society, Leiden: E.J. Brill, 1992

Munk Olsen, Birger, “La réception de la littérature classique grecque et latine du ixème au xiième siècle. Une étude comparative”, Classica, Brasil: 19.2, 167-179, 2006.

Reynolds, Leighton D. y Nigel G. Wilson, Copistas y Filólogos, Madrid: Gredos, 1986.