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HISTORIA LITERARIA DE LA EDAD MEDIA (SIGLOS IV-XVI)

CURSO CON VALOR CURRICULAR

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

Seminario Interdisciplinario de Estudios Medievales

Educación Continua

 

Del 3 de abril al 28 de agosto de 2019: 32 horas (16 sesiones)

Miércoles, 18:00 a 20:00 hrs.

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Presentación

La civilización medieval fue creadora de una poderosa y basta cultura literaria: heredera y continuadora de la literatura clásica (tanto pagana como cristiana), condensadora y difusora de las literaturas germánicas, celtas, islámicas, eslavas, forjará, a lo largo de los siglos, uno de los pilares de la cultura occidental. En este curso haremos una revisión de la historia literaria y de lo que vincula a estas al desarrollo social, político y económico de la civilización del Occidente medieval, así como los significados culturales que contienen. Es decir, analizaremos la historia del Occidente medieval a través de su producción literaria: poesía, historiografía, vidas de santos, novela de caballería, literatura científica, serán nuestras guías temáticas en este curso. Partiremos de la coyuntura social y económica que significó el incipiente desarrollo de las primeras ciudades en el siglo XI y el fortalecimiento de instituciones fundamentales para la civilización medieval: la sociedad feudal, la Iglesia y la monarquía. Haremos asimismo una revisión amplia de los factores sociales, económicos y culturales que propiciaron la aparición de lo que conocemos como el renacimiento del siglo XI-XII, que en muchos sentidos será el “renacimiento” del latín de la época patrística y carolingia, sus métodos de enseñanza, sus preceptivas poéticas y sus propuestas narrativas, mismas que habrán de marcar profundamente los diferentes géneros literarios que habrían de desarrollarse en los siglos posteriores de la Edad Media. Analizaremos el impacto social y cultural de las coyunturas experimentadas por la civilización occidental en los siglos XII-XV, tales como el desarrollo económico de las ciudades, las nuevas actividades económicas y la aparición de la burguesía, el fortalecimiento de las monarquías, el fortalecimiento institucional de la Iglesia, la ruptura del “mundo feudal” y, en este sentido, el desarrollo de una “cultura laica” frente a la cultura propuesta por los eclesiásticos —fenómenos todos, que habrán de moldear la historia literaria de la civilización del Occidente medieval.

Público al que va dirigido:

Este curso va dirigido a un público heterogéneo (sean o no especialistas en la materia), interesados en la ampliación de sus conocimientos personales y de sus propias disciplinas. Público interesado en el tema de la literatura en general y en la literatura y la historia medieval en lo particular, así como estudiantes de licenciatura y posgrado de historia, letras y humanidades en general.

Metodología:

La dinámica del curso consistirá en generar la discusión dentro del aula sobre el desarrollo de la historia literaria de la Edad Media, de su producción y circulación, de su impacto y recepción. Esta discusión estará fundamentada en las lecturas asignadas para cada sesión temática. Las lecturas son de carácter obligatorio. Durante las sesiones se espera la participación activa y constante de los alumnos, esto con la finalidad de generar discusión en el aula.

Forma de acreditación:

El curso se acreditará con un breve ensayo final sobre alguno de los temas abordados a lo largo de las sesiones. La extensión máxima será de cuatro cuartillas.

Objetivos:

La propuesta de este curso tiene una duración de 16 sesiones (de dos horas cada una), dedicado a abarcar los siglos centrales de la Edad Media hasta el Humanismo del siglo XVI.

El objetivo de este curso es estudiar y analizar los procesos sociales, políticos, económicos y culturales que configuran la historia de la cultura escrita del Occidente medieval. La propuesta es analizar la producción literaria de la Edad Media, su circulación e impacto social; así como la transmisión y difusión de las distintas literaturas que surgieron en este periodo y su estudio como fenómeno cultural, procesos que moldearon y marcaron profundamente la historia de Occidente. De esta forma, el propósito es familiarizar a los alumnos con la historia de la cultura escrita de la Edad Media y, de modo paralelo, analizar el desarrollo historiográfico del medievalismo, sus aportes, limitantes y problemáticas dentro del campo historiográfico contemporáneo.

En los últimos años, la historiografía y la crítica literaria han insistido en lo fundamental que es estudiar el fenómeno de la producción, recepción y circulación de la literatura en la sociedad del Antiguo Régimen, pues, en muchos sentidos, lo que tradicionalmente consideramos literatura —es decir, materia de una disciplina diferente de la historia—, se ha revelado como una de las fuentes de mayor riqueza para estudiar la historia, la cultura y la sociedad de la Edad Media. Por ello, esta propuesta de asignatura estará dedicada a estudiar la aparición, producción y circulación de las diferentes manifestaciones literarias, tanto en latín como en lenguas vernáculas, que conforman lo que conocemos como cultura escrita del Occidente medieval.

Nuestra propuesta es estudiar la aparición, producción y circulación de las diferentes manifestaciones literarias, tanto en latín como en lenguas vernáculas, que conforman lo que conocemos como cultura escrita del Occidente medieval.

La propuesta del curso es ofrecer que los alumnos:

-         Identifiquen los factores que confluyeron en la conformación, circulación y recepción de la cultura escrita en Occidente durante los siglos XI al XVI.

-         Identifiquen la trascendencia de la literatura en el desarrollo económico, político, social y cultural de la civilización occidental durante la Edad Media.

-         Adquieran elementos teóricos, metodológicos y analíticos elementales de la historia de la literatura, de la lectura y de la cultura escrita, para adentrarse en el estudio de la historia medieval y de las sociedades del Antiguo Régimen.

Temario

1. Mtro. Israel Álvarez Moctezuma

Libros y lectores en la Edad Media

2. Mtro. Aldo Toledo Carrera

Supervivencia de la cultura pagana tras la caída del Imperio romano occidental

3. Dr. Daniel Gutiérrez Trápaga

Literatura artúrica

4. Dr. Antonio Rubial García

Hagiografía 

5. Dra. Elizabeth Treviño

Mujeres y letras en la Edad Media

6. Mtra. Rosario Valenzuela Munguia

Lo maravilloso en la literatura medieval

7. Mtro. Gregorio de Gante

La enseñanza del griego en la Edad Media

8. Mtro. José Luis Quezada Alameda

La poesía latina de Francesco Petrarca

INFORMES E INSCRIPCIONES

http://ec.filos.unam.mx/inscripcion/

Arturos, Amadises, Quijotes: ciclos literarios, continuaciones y reescrituras

Daniel Gutiérrez Trápaga[1]

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

El historiador francés Jacque Le Goff, retomando las palabras de Jean-Marie Fritz, apuntó que el Grial y los amores de Tristán e Iseo fueron los mitos más importantes surgidos en el Occidente medieval.[1] Más allá de la hipérbole, la sinécdoque anterior subraya la trascendencia de la literatura artúrica. Luego, para entender el legado de este amplísimo corpus literario no basta con centrarse en los personajes conocidos de la Materia de Bretaña, Arturo, Ginebra, Merlín, etcétera, o sus motivos y fórmulas literarias.

La literatura artúrica también forjó y legó una enorme variedad de recursos narrativos, poéticos y formales a la ficción occidental. Muchos de estos recursos surgieron de las convenciones, prácticas y condiciones de producción textual propias de la Edad Media. Los orígenes de esta tradición se remontan a la crónica ficticia del galés Geoffrey de Monmouth, la Historia regum Britanniae (h. 1135-1136). Esta obra representa la fundación del universo literario artúrico y desencadenó la escritura de un sin fin de textos, trascendiendo la barrera culta del latín, para manifestarse en casi todas las lenguas y geografías de Europa. Gracias a la monarquía angevina y a la nobleza de la actual Francia, el texto de Geoffrey de Monmouth y el universo artúrico de la Historia comenzó a transformarse.

Las modificaciones de la Historia regum Britanniae iniciaron un proceso constante de rescritura, tanto de índole formal (al versificarlo y traducirlo al francés antiguo para las cortes) como de contenido (al ampliar o reducir personajes, episodios y líneas argumentales).[2]Gran parte de las reescrituras medievales fueron hechas por clérigos francófonos que adaptaron obras latinas para la nobleza, entre ellos Wace y el más conocido Chrétien de Troyes. La adaptación de textos latinos al octosílabo pareado francés fue un procedimiento común a lo largo del siglo xii, cuando, además de historias artúricas, se adaptaron textos latinos como la Eneida y distintas versiones de la historia troyana o de Alejandro Magno. Con estas adaptaciones surgió el término roman, aún empleado en francés para designar a la novela, de la expresión “mettre en roman”, es decir traducir a una lengua romance. Dichas adaptaciones no pretendían ser una traducción literal, sino que partían del concepto retórico de la imitatio y estaban condicionadas por un rasgo central de la textualidad medieval: la mouvance o la variación textual.

La imitatio era una práctica común en el aprendizaje y el quehacer literario de la clerecía medieval que consistía en transformar el texto de origen en uno nuevo que resaltara las virtudes del primero, pero que implicaba añadir nuevos materiales y adaptarlo para un público nuevo.[3]Por su parte, la inestabilidad textual o mouvance describe la constante variación de la literatura medieval en todos los niveles textuales, tanto por errores de copistas, como por modificaciones intencionales.[4]A partir de estos dos conceptos, el proceso de reescritura de la literatura artúrica continuó la creación de extensos relatos franceses en prosa que conformaron los ciclos artúricos más importantes del siglo xiii: el Lancelot-Graal o Vulgate, el Tristan en prose y el malogrado ciclo Post-Vulgate. El primero fue el más completo y complejo, compuesto por cinco novelas (Estoire del Saint Graal, Estoire de Merlin, Lancelot, Queste del Saint Graal, Mort Artu) que alcanzan miles de páginas en las ediciones modernas y cuyos textos sobreviven en centenares de copias manuscritas que circularon en toda Europa. Este ciclo intentó abarcar la historia completa del universo artúrico, desarrollada alrededor del Grial, desde sus orígenes cristianos hasta el trágico fin del reinado artúrico. Dicho proceso de conformación de ciclos no fue exclusivo de la literatura artúrica, pues también se desarrollaron en la actual Francia vastos ciclos épicos sobre Carlomagno, las cruzadas, sobre la genealogía del personaje de Guillermo de Orange y sobre los barones rebeldes.

El término “ciclo” describe un grupo de textos que relata una historia común que se desarrolla dentro de un mismo mundo de ficción con los siguientes rasgos narrativos: un relato amplio formado por múltiples textos con unidad cronológica y temática. Un ciclo suele estar compuesto por obras de distintos autores, produciendo un relato raramente uniforme y definido por su afán de amplitud y exhaustividad. Es decir, un ciclo pretende abarcar narrativamente todos los aspectos e historias que componen un universo de ficción. Los ciclos medievales tienen además a la reescritura como un elemento central de su poética derivada de la mouvance y la imitatio.[5]

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Los ciclos artúricos franceses circularon ampliamente en la Península Ibérica, tanto en sus versiones originales como en traducción, y son el principal antecedente de los libros de caballerías castellanos del siglo xvi.[6] En la Castilla medieval también se desarrollaron ciclos épicos; sin embargo, apenas sobreviven algunos fragmentos de dichas obras.[7] En cambio, a finales del siglo xv comenzó el desarrollo de un género novelesco cuya poética está marcada por los procesos de reescritura, continuación y creación de ciclos: los libros de caballerías. El género dominó a los lectores y a las imprentas castellanas y europeas del siglo xvi, si bien en la actualidad los libros de caballerías son conocidos, acaso, por haber enloquecido a un hidalgo manchego de nombre incierto, Alonso Quijana o Quijano, hasta convertirlo en don Quijote. Entre finales del siglo xv y las primeras tres décadas del siglo xvii, ningún género tuvo tantos títulos, ediciones y lectores como los libros de caballerías castellanos, cuyo corpus está conformado por al menos 87 títulos distintos. En su mayoría, los libros de caballerías se agruparon en alguno de los siguientes ciclos del género:

 

1. Ciclo de Amadís de Gaula (10 libros)

2. Ciclo de Belianís de Grecia (4 libros)

3. Ciclo de Clarián Landanís (5 libros)

4. Ciclo de la Demanda del sancto Grial (2 libros)

5. Ciclo del Espejo de caballerías (3 libros)

6. Ciclo de Espejo de príncipes y caballeros (5 libros)

7. Ciclo de Felixmagno (2 libros)

8. Ciclo de Florambel de Lucea (2 libros)

9. Ciclo de Florando de Inglaterra (2 libros)

10. Ciclo de Floriseo (2 libros)

11. Ciclo de Lepolemo (2 libros)

12. Ciclo del Morgante (2 libros)

13. Ciclo de Palmerín de Olivia (5 libros)

14. Ciclo de Renaldos de Montalbán (3 libros)

15. Ciclo de Tristán de Leonís (2 libros)[8]

 

Ya en la obra paradigmática y fundacional de los libros de caballerías, el Amadís de Gaula (1508) de Garci Rodríguez de Montalvo se observan los procesos de reescritura y composición de un ciclo. El Amadís de Montalvo es una reescritura de las versiones medievales hoy perdidas de la misma obra. Montalvo modificó la trama del Amadís medieval para introducir una continuación completamente original, las Sergas de Esplandián (1510), iniciando el desarrollo de un ciclo basado en la genealogía del caballero de Gaula. El éxito de ambas obras fomentó la creación de múltiples continuaciones que desarrollando ampliamente el ciclo amadisiano. Estas obras, habría de servir de modelo para la creación y desarrollo de más libros y ciclos de caballerías.

El apogeo del género y sus ciclos se produjo en buena medida a partir de la creación de continuaciones. Así, el final de varias obras del género sentaron las bases para el desarrollo cíclico a través de la promesa de una continuación, ya sea iniciando una nueva línea de acción o dejando sin concluir importantes aspectos de la trama.[9] Este fenómeno textual ya se observa en el final de las Sergas, donde se inician las aventuras de una nueva generación de personajes del linaje amadisiano, tras el encantamiento de los protagonistas hecho por la maga Urganda en el penúltimo capítulo.[10]Entonces, la conclusión de las Sergas establece el principio de su propia continuación.

Este modelo de final textual fue utilizado en otros libros de caballerías y permitió el desarrollo de los ciclos. Los impresores también se beneficiaron de este impulso cíclico, pues imprimir una continuación de una obra previa que ya gozaba de éxito entre el público, garantizaba la existencia de cierto interés por la obra nueva dentro de un marco cíclico. Dicho modelo se adoptó en otros géneros y obras como el Quijote, donde al final de la primera parte cervantina (1605) se anuncia una continuación; al igual que ocurre con la primera parte del Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán.

Para que la influencia del modelo de cierre de las Sergas llegara hasta el siglo xvii, fue necesario el desarrollo del ciclo amadisiano. Montalvo nunca publicó una continuación, pero otros autores se encargaron de escribir continuaciones y desarrollar el ciclo amadisiano, convirtiéndolo en el más extenso y popular. Las continuaciones de las Sergas se han clasificado en dos grupos, conocidos como ramas, pues constituyen tramas divergentes a partir de las obras de Montalvo. La primera rama amadisiana la forman el Florisando de Ruy Páez de Ribera, continuación de las Sergas, y el Lisuarte de Grecia de Juan Díaz, continuación del Florisando. La segunda rama del ciclo de Amadís fue la más extensa y exitosa. Con la excepción del Silves de la Selva de Pedro de Luján, esta rama fue desarrollada por el gran Feliciano de Silva, en su Lisuarte de Grecia, Amadís de Grecia y sus tres Floriseles.

La primera rama se aleja del Amadís, proponiendo una reescritura del modelo narrativo y caballeresco que enfatiza la didáctica y el ideal cruzado a través de las continuaciones. Por el contrario, la rama de Feliciano de Silva y Pedro de Luján es más cercana al modelo narrativo del Amadís de Gaula, aunque Feliciano comenzó una importante experimentación narrativa en el género. Así, estas obras generaron complejas relaciones intertextuales de continuación, fidelidad, oposición y reescritura con las obras de Montalvo, las otras continuaciones y las ramas del ciclo. Luego, el ciclo de Amadís dista de ser un corpus unitario, donde la posibilidad de variación, contradicción y modificación aparecen en la génesis del ciclo con los libros de Montalvo y permanecen en las continuaciones. Su carácter de impresos no impone rasgos de unidad y estabilidad textual que asociamos con este formato en la actualidad, puesto que las obras del ciclo amadisiano conciben las obras previas del ciclo como abiertas, para ser tanto continuadas como alteradas de manera explícita.

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El ciclo amadisiano contiene los procesos más complejos de reescritura y continuación dentro de su género. Dichos procesos continuaron en otros libros de caballerías en distintos grados e, inclusive, con rasgos novedosos, al punto de transformar la inestabilidad textual en un rasgo de la poética del género y no de la producción textual, como en el ciclo de Espejo de príncipes y caballeros, en la segunda mitad del xvi. Otros géneros y obras de la época retomaron algunos de los procesos intertextuales cíclicos, de continuación y reescritura, basta con pensar en las relaciones intertextuales entre los Quijotes cervantinos y el de Alonso Fernández de Avellanedao en los Guzmanes de Alemán y el de Mateo Luján de Sayavedra.[11]

Quedan muchos elementos que estudiar a fondo sobre los libros de caballerías castellanos, en particular, sobre sus procesos de reescritura, continuación y formación de ciclos. La influencia de los rasgos literarios y materiales de los libros de caballerías no está limitada al propio género sino que repercutió en la prosa de ficción aurisecular, así como a la novela europea renacentista y barroca. Apenas comienza el desarrollo de esta compleja línea de investigación, en lo que concierne a los libros de caballerías castellanos, pero su alcance diacrónico es innegable, pues seguimos familiarizados con los procesos de continuación, reescritura y formación de ciclos en relato contemporáneos heroicos ya sea en la literatura, comics, cine o videojuegos, desde el rey Arturo hasta Star Wars.

 

[1]Jacques Le Goff, Héros et Merveilles du Moyen Age, París, Seuil, 2005, 211.

[2]Para un panorama de la literatura artúrica francesa véase The Arthur of the French. The Arthurian Legend in Medieval French and Occitan Literature, ed. Glyn S. Burgess y Karen Pratt, Cardiff, University of Wales Press, 2006.

[3]Rita Copeland, Rhetoric, Hermenutics, and Translation in the Middle Ages. Academic Traditions and Vernacular Texts, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, 151–54.

[4]Paul Zumthor, “Intertextualité et mouvance”, Littérature 41, 1981, 8–16.

[5]Cyclification. The Development of Narrative Cycles in the Chanson de Geste and the Arthurian Romances, ed. Bart Besamusca, Willem P. Gerritsen, Corry Hogetoorn, y Orlanda S. H. Lie (Amsterdam: Royal Netherlands Academy of Arts & Sciences, 1994).

[6] Al respecto véase David Hook, ed., The Arthur of the Iberians. The Arthurian Legends in the Spanish and Portuguese Worlds (Cardiff: University of Wales Press, 2015).

[7]Alan Deyermonnd, La literatura perdida de la Edad Media castellana. Catálogo y estudio. I. Épica y romances (Salamanca: Universidad de Salamanca, 1995).

[8] Esta lista, con algunas modificaciones, proviene de José Manuel Lucía Megías, Imprenta y libros de caballerías (Madrid: Ollero y Ramos, 2001), 65–67.

[9]María Carmen Marín Pina, “Comenzar por el final. Sobre la génesis y el principio de las continuaciones caballerescas”, en Le commencement… en perspective. L’analyse de l’incipit dans la littérature du Moyen Âge et du Siècle d’or, ed. Pierre Darnis (Toulouse: CNRS-Université Toulouse-Le Mirail, 2010), 137–48.

[10]Garci Rodríguez de Montalvo, Sergas de Esplandián, ed. Carlos Sainz de la Maza (Madrid: Castalia, 2003), 822–26.

[11] Al respecto véase Daniel Gutiérrez Trápaga, “De los Amadises a los Quijotes: continuación y ciclo en Cervantes y Avellaneda”, Historias Fingidas 4 (2016): 137–55. Disponible en http://historiasfingidas.dlls.univr.it/index.php/hf/article/view/51/99

 

[1]Este artículo presenta algunas ideas de mi reciente libro Rewritings, Sequels, and Ccycles in Sixteenth- Century Castilian Romances of Chivalry: “Aquella Incabable Aventura”, Woodbridge, Tamesis, 2017.

Francisco de Araoz y su «De bene disponenda bibliotheca (Madrid, 1631)»

Israel Álvarez Moctezuma.

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM.

En su epístola dedicatoria a Felipe III, Sebastián de Covarrubias situaba el proyecto de su Tesoro dentro de una perspectiva que pretendía convertir el estudio etimológico de la lengua española en la presentación de un diccionario, que vinculaba estrechamente la excelencia de la lengua castellana con la gloria de la Monarquía Hispánica y de su rey. Sesenta años después en 1672, la Bibliotheca Hispana[1] de Nicolás Antonio, publicada en Roma, desplazó tal proyecto, de un inventario de palabras a un catálogo de todos los autores, antiguos o contemporáneos, que nacieron en una “patria” que pertenecía —o perteneció— a la monarquía española, sin importar que escribieran en latín o en lengua vulgar. Redactada en latín, pero con comentarios en castellano sobre las obras, y procurando hacer referencia a los libros publicados en ambas lenguas, la Bibliotheca Hispana delimitaba y ensalzaba un patrimonio literario “nacional” cuyas excelencias se presentaban a la Europa letrada como contrapunto a la decadencia política y militar de la monarquía católica. La Bibliotheca Hispana se sitúa también en el marco de los instrumentos propuestos a los lectores “cultos” para que pudieran ordenar y componer sus propias “bibliotecas”, ya que, como indicaba el Tesoro, “Librería, quando es pública, se llama por nombre particular biblioteca”. Para ayudar a la formación de las colecciones, se utilizaban los repertorios de autores y títulos, tal como la obra de Antonio de León Pinelo (el Epitome de una Biblioteca oriental y occidental, náutica y geográfica, publicada en Madrid en 1629), [2] los catálogos de bibliotecas famosas que circulaban impresos y los métodos para organizar cualquier colección de libros, ya fuera real o en proyecto.

En este contexto, es en donde debemos enmarcar la obra de Francisco de Araoz, el De bene disponenda Bibliotheca publicado en Madrid en 1631.[3] Impreso en el formato de in-octavo “para poder tenerse más fácilmente a mano y llevarse con la suficiente comodidad por donde se quiera mientras se trabaja en la formación de bibliotecas”, el libro de Araoz distribuía entre quince categorías los títulos y materias de los libros que, sin establecer un repertorio cerrado, procuraban ejemplos para la constitución de una colección de libros “dignos de ubicación, estudio y ponderación”.[4] Receptor y continuador de una práctica humanística, Araoz ofrece al lector —en un primer plano— un manual para organizar una biblioteca, sin importar el tamaño ni la calidad del acervo, pues, según su esquema de categorías, cualquier libro de cualquier materia podría hallar lugar en una biblioteca que siguiera su método. En este sentido, la preocupación de Araoz es encontrar un orden al caos producido por la exacerbada cantidad de libros que se imprimían y producían en su tiempo. Tópico renacentista que sirve a nuestro autor de pretexto para exponer, ya en un segundo plano, sus esquemas culturales, en donde sustenta lo que debían ser la “totalidad de las ciencias y los saberes” para un hombre culto del Siglo de Oro. Así, la proliferación de libros suscitó un vívido interés entre los letrados, lo que consecuentemente atrajo la atención sobre la re-organización de las bibliotecas. En este ámbito, las demarcaciones intelectuales tenían que ser necesariamente abiertas, puesto que, al tratarse de objetos materiales, los libros tenían que colocarse en algún lugar y podía suceder que algunos no encajasen muy bien en las categorías tradicionales de las “facultades”. En este sentido, lo que resulta revelador en la propuesta de Araoz es que su esquema de categorías denota una raigambre mucho más antigua que la “renacentista”, al menos nos remite al siglo XIII, [5] época de un intenso reordenamiento que abarcó prácticamente todos los aspectos de la cultura letrada del Occidente medieval. La propuesta de Araoz es pues, ofrecer al “lector” un repertorio de libros reunidos bajo ciertas categorías para la organización de una biblioteca, según sus palabras, “una acertada distribución reglamentada en el ejercicio de las letras y congruente con la calidad de las ciencias”. Por otro lado, nos muestra un esquema de “todos los saberes que el intelecto puede captar”, siguiendo el proceso de aprendizaje de los hombres de letras, según uno de los modelo de los intelectuales del Antiguo Régimen. Como vemos, la pretensión del autor no es poca, pues propone un método para la ordenación de la “totalidad de los libros”.[6] La clasificación de Araoz podría sintetizarse de la siguiente manera: las ciencias de la Palabra (I-V), las del Mundo (VI-VII), las del Hombre moral (VII-IX) y de lo Divino (X-XV). ¿Qué significado cultural tiene pues la obra de Araoz? Tal vez una respuesta la encontremos en las palabras de uno de sus primeros “críticos”, fray Diego de Hortigosa, uno de los censores que dictaminó la obra en 1630: “Mandado por el Consejo Supremo he examinado este pequeño libro, aunque grande en erudición, sentencia y doctrina […] y dándole una y mil vueltas, no he observado en el nada que el lector pío y erudito no pueda reconocer sin tropiezo, fuera del temor de errar en la fe y buenas costumbres. ¿Qué cosa más culta, más agradable hay que aquello que nos enseña a ascender por medio de un método desde las cosas llanas a las supremas? ¿Qué digno de alabanza que aquello que él catálogo de los saberes que muestra claramente qué, cómo, cuándo, y a qué se ajusta? Todas estas cosas se contienen en este pequeño volumen, de manera que podemos, como un segundo Pitágoras, inferir de la impresión de su huella las dimensiones de su cuerpo hercúleo.” [7]

El esquema de los saberes de Christofhe de Savigny, Tableaux accomplis, 1587, París, Biblioteca Nacional.

El esquema de los saberes de Christofhe de Savigny, Tableaux accomplis, 1587, París, Biblioteca Nacional.

Finalmente, estos instrumentos intentaban responder a dos ansiedades de los hombres letrados frente a la cultura escrita e impresa. La primera era el temor a la pérdida, a la desaparición, al olvido. Fundamento renacentista de la búsqueda de los textos antiguos, la copia y la publicación de los manuscritos, la constitución de las bibliotecas regias o principescas, que, como la Laurentina, debían abarcar todos los saberes y encerrar dentro de sus muros y clasificaciones bibliográficas (sesenta y cuatro en la biblioteca del El Escorial) el universo mismo. Pero la acumulación de libros antiguos y la multiplicación de los nuevos —gracias a la imprenta— produjeron otra inquietud: el miedo frente a un exceso indomable, frente a una abundancia confusa. Tanto en España como en otras partes del mundo Occidental, los catálogos, cualquiera que sea su objeto (una colección particular, el repertorio de los autores de una “nación”, la propuesta de una biblioteca ideal), fueron instrumentos poderosos que ayudaron a establecer un orden “moderno” de los discursos de la palabra escrita, e impresa.


[1] A este respecto —y continuando con esta idea— veáse de Roger Chartier, El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 89 y ss. Nicolás Antonio, Bibliotheca Hispana Nova sive Hispanorum qui usquam umquam[qu]e sive Latina sive popularis quavis lingua scripto aliquid consignaverunt Notitia, Roma, 1672.
[2] Esta obra traducía al castellano los títulos de libros producidos en la monarquía hispánica escritos en más de cuarenta y cuatro lenguas, tanto en la Península ibérica como en las Indias.
[3] José Solís de los Santos, El ingenioso bibliólogo Don Francisco de Araoz (De bene disponenda bibliotheca, Matriti 1631), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1997, pp.103-147.
[4] Ibid., p.106 y p.116.
[5] Vid., supra. El esquema de los saberes de Christofhe de Savigny, «Tableaux accomplis», 1587, París, Biblioteca Nacional.
[6] Solís de los Santos, op. cit., p. 105. Las cursivas son mías.
[7] Ibid., pp.104-105. Las cursivas son mías.

‘Africa’ versus ‘Alexandreis’: una confrontación inevitable

José Luis Quezada Alameda

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

El objetivo de esta contribución es señalar algunos aspectos generales pertinentes en un estudio comparativo entre los dos poemas épicos más extensos creados en la Edad Media: el Alexandreis de Gautier de Châtillon y el Africa de Francesco Petrarca.

En cuanto al primero, con sus diez cantos es el epos más extenso e importante que nos ha legado el Medioevo. Esta obra fue compuesta en el siglo XII por Gautier de Châtillon, que además de poeta épico también es autor de poesía lírica, dentro de esta colección de poemas encontramos algunos de carácter goliardesco.[1]

La Alejandreida, como la conocemos en español, es indudablemente la obra magna de Gautier. La vida y las gestas de Alejandro Magno son el tema central en el poema; esta obra guarda además una estrecha relación con otros poemas producidos en ámbito francés y castellano aproximadamente en la misma época, piénsese al menos en el Libro de Alexandre compuesto a inicios del siglo XIII.

Por otra parte, es fundamental hacer notar la fama de la que esta épica gozó durante algunos siglos después de haber salido a la luz. Esto queda demostrado por la enorme cantidad de manuscritos en los que se ha transmitido la obra —más de doscientos—, con respecto a la transmisión textual solo algunas otras obras medievales tuvieron una difusión tan amplia: la Chanson de Roland y la Divina Commedia. También debe añadirse que prácticamente desde la aparición del poema de Gautier comenzaron a aparecer diversos comentarios que actualmente conforman una mole inmensa y que son una mina inagotable de información para los estudiosos del poema. Esta abundancia de comentarios se debe principalmente al hecho de que la Alejandreida se leyó ininterrumpidamente sobre todo durante los siglos XII, XIII y XIV, período en que se estudió en el ámbito escolástico a la par de la Eneida de Virgilio y de otros poemas épicos latinos como la Farsalia de Lucano y la Tebaida de Estacio. A propósito de la Eneida, es importante señalar el carácter marcadamente virgiliano del Alexandreis. De momento podemos al menos identificar este vínculo desde el título mismo de la obra, si consideramos también el del poema de Virgilio: Aeneis.

Alejandro Magno explora el fondo del Océano

Alejandro Magno explora el fondo del Océano

Por otra parte tenemos el Africa de Francesco Petrarca. El poeta del Canzoniere no necesita carta de presentación, baste decir que además de haber compuesto poesía en latín y en toscano, es autor de obras históricas, de tres extensos epistolarios, de diversas invectivas y de diálogos de filosofía moral. Todos estos géneros en los que incursiona como precursor serán parte fundamental del nuevo curriculum escolar que más tarde el será identificado con el nombre de studia humanitatis. Además de esto Petrarca es por supuesto el iniciador de un nuevo método de lectura y estudio de los autores clásicos que siglos más tarde será llamado filología.

En el caso concreto del Africa nos encontramos ante un epos imperfectum en nueve cantos (nueve cantos y no diez como los que componen el Alexandreis) que en la concepción inicial de Petrarca y sobre todo en la de sus contemporáneos debía sustituir el poema de Gautier ad usum scholasticum. El Africa narra las hazañas militares de Escipión el Africano en la segunda Guerra Púnica, específicamente su victoria en Zama en contra del ejército de Aníbal y su regreso triunfal a Roma. Para tratar este argumento Petrarca se basó fundamentalmente en el relato que leía en la edición que él mismo elaboró de los Ab Urbe condita libri de Tito Livio, además de seguir por supuesto las huellas de su amado Virgilio en cuanto al lenguaje épico, así como a otros poetas como Lucano, Ovidio, Estacio, y el caso que más me interesa señalar: el mismísimo Gautier de Châtillon. La efervescencia inicial suscitada por la epopeya de Escipión fue extinguiéndose debido a que su mismo autor relegó paulatinamente el Africa hasta abandonarlo por completo, puesto que debió ocuparse cada vez con más afán en la composición de sus Rerum vulgarium fragmenta y de tantas otras obras latinas. Al final Petrarca se vio obligado a dejar de lado el propósito de devenir en un nuevo Virgilio. Tal vez renunció a esta posibilidad al considerar que tal estatus correspondía ya a su conterráneo toscano Dante Alighieri.

Tras la muerte de Petrarca la obra inconclusa fue editada por el humanista Pier Paolo Vergerio en forma un tanto deficiente, por decir lo mínimo. Es probable que ésta sea una de las razones por las que su difusión fue limitada, solamente veinticuatro manuscritos transmiten la obra, una nimiedad en comparación con la difusión amplísima de la Alejandreida. Esta falta de fortuna se ve reflejada también en el hecho de que actualmente no poseamos una edición crítica definitiva del Africa, si bien el proyecto está en pie y su resultado se espera con ansia en el ámbito de los estudios petrarquescos. Por el contrario, en el caso del Alexandreis contamos con un instrumento de trabajo confiable en términos generales, aunque es importante señalar que la edición llevada a cabo por Marvin Colker[2] es aún provisoria dado que contempla sólo algunos cuantos comentarios del centenar de manuscritos que conservan el texto acompañado de glosas y anotaciones.

Ahora bien, una pregunta que debe responderse de inmediato es ¿en qué nivel pueden ser comparados estos poemas épicos? En primer lugar tenemos el aspecto de la lengua, esta afirmación puede parecer carente de fundamento ya que los dos poemas fueron escritos en latín. No obstante, la confrontación en términos lingüísticos es totalmente lícita ya que Gautier escribe en un latín virgiliano, sí, pero finalmente latín medieval; Petrarca por su parte es el precursor de una nueva aproximación a los textos antiguos que lo lleva a convertirse en el primer escritor en emplear el neolatín. En resumen nos encontramos ante dos usos distintos de la lengua latina.

Pero en realidad el aspecto principal a comparar es en principio el bagaje cultural de cada uno de estos poetas, es decir las obras y autores que cada uno había leído y estudiado. Este elemento particular me lleva a proponer la siguiente hipótesis: la preferencia y familiaridad con ciertos autores clásicos y medievales es lo que lleva a Gautier y a Petrarca a concebir el epos en forma distinta y casi podría decirse opuesta.

Para fundamentar esta presunta oposición me valgo sobre todo de elementos históricos concretos que determinan la vida y la obra tanto del poeta francés como del italiano. Por una parte, la cultura escolástica predominante en la época de Gautier de Châtillon naturalmente influye en la concepción literaria que el autor imprime en el Alexandreis. A su vez la obra entera de Petrarca debe entenderse a la luz de la innovadora corriente cultural que es en el siglo XIV el humanismo italiano. Es éste el factor principal que determina la diferencia entre el latín usado por uno y otro escritor, pese a que para ambos el modelo épico principal sea Virgilio.

De esta primera contraposición que es ante todo ideológica se desprende que el propósito literario es radicalmente distinto para cada uno de estos autores. En este punto es necesario pensar que la cultura humanística de la que Petrarca es el grandioso antecesor ofrece una lucha sin cuartel a los representantes de la cultura que algunas décadas más tarde Lorenzo Valla llamará gótica y que nosotros identificamos como escolástico-medieval.

Pero hay todavía otros niveles de comparación implícitos en el tema general que ya he descrito. En primer lugar, de forma muy evidente tenemos un enfrentamiento de naturaleza nacionalista, permítaseme aquí el anacronismo. Me refiero a una disputa histórica entre Francia e Italia que se remonta muchos siglos atrás. Hay que tener en cuenta que esta lucha planteada por Petrarca es totalmente unilateral puesto que su opositor, Gautier, quien ha muerto dos siglos antes, y no puede defenderse.

De cualquier modo, lo cierto es que el poeta de Arezzo se propone como adalid en la lucha contra los galos en general, es decir contra sus tradiciones, y en particular contra la Escolástica cuyo centro neurálgico es la Universidad de París (institución que en algún momento ofrecerá a Petrarca el máximo honor de la coronación poética), y más que otra cosa el humanista luchará sin cesar en contra de Aviñón, que para él es solamente una falsa y advenediza sede del papado.

Debemos recordar que Petrarca vivió entre 1304 y 1374, setenta años de los que aproximadamente durante sesenta y seis la sede papal estuvo en Aviñón y no en Roma. En cuanto a este tema particular vale la pena recordar los sonetos del Canzoniere denominados por la crítica petrarquesca precisamente antiaviñoneses.[3] Además, con respecto a esta misma postura anti-francesa no pueden dejar de recordarse la invectiva Contra Gallum, mejor conocida como Contra eum qui maledixit Italie, en donde Petrarca despliega todos sus odios y prejuicios en contra de los aborrecidos galos. No nos sorprenderá entonces después de haber señalado esta animadversión que cuando el poeta se refiera a Gautier de Chatillôn, autor del Alexandreis, en la obra apenas citada lo defina como: “levissimus quidam nuper vanissimusque Gallorum idem dixit et sic omnis pudor periit, ut non tantum literis vilissimam hanc nugellam sed numeris etiam carminibusque mandaret [4]” Con los versos medidos se refiere evidentemente a los hexámetros de la Alejandreida. He señalado en primer lugar la furia petrarquesca en contra de lo francés en general para llegar en este punto al ataque frontal que el poeta italiano opone de manera específica en contra de su mayor rival en el terreno épico.

Así pues, Petrarca se enfrenta ante todo a Gautier en su papel de escritor latino, heredero de esta tradición cultural y en específico literaria, y además se le opone también como representante de la Escolástica que él tanto desprecia. Pero todo esto va mucho más allá. Para entender a cabalidad la oposición entre el Africa y el Alexandreis tenemos que pensar en los héroes que protagonizan uno y otro poema. De un lado tenemos al personaje histórico predilecto para Petrarca, al menos en su juventud: Escipión. El general romano representa el ápice de la virtud republicana, quien después de haber vencido al temible Aníbal debió soportar los insultos y humillaciones de sus propios conciudadanos y sin pena ni gloria decidió salir por la puerta trasera, lo cual para Petrarca es la mayor muestra de virtud y grandeza.

Francesco_Petrarca_nello_studio

Por otra parte el héroe de Gautier es Μεγαλέξανδρος, Alejandro Magno, el general de generales, la máxima encarnación del liderazgo en el ámbito griego. Este elemento, el que Gautier de Châtillon —aunado al hecho de ser francés— enaltezca en su épica a un griego, por más que este sea uno de los más extraordinarios hombres del mundo helénico, es probablemente lo que más molestia causa a Petrarca. Esto no debe sorprendernos en lo absoluto ya que el humanista al considerar la Antigüedad grecolatina, se decanta absolutamente por el brazo latino de la balanza. Esta inclinación es normal pensando al menos en tres puntos específicos: nació en Italia, la cultura latina ejerce sobre él una fascinación ilimitada que está cimentada en el solícito estudio que desarrolla acerca de la notitia vetustatis —en el período en que se ocupa de la composición del Africa se siente atraído de manera específica por los poetas—, y por último, pero tal vez el factor más importante de todos, se concibe como el salvaguarda y continuador de esa tradición en un mundo que en su opinión tiende irreversiblemente hacia la decadencia moral. En su opinión esta decadencia moral tiene sede concretamente en Francia, específicamente en la corte papal de Aviñón.

Reuniendo los puntos anteriores podemos alcanzar algunas conclusiones preliminares. En el Africa Petrarca se enfrenta a la superposición de Alejandro como representante máximo de Grecia y a la vez antecesor remoto del pueblo francés o digamos con mayor propiedad galo, según la versión ofrecida por Gautier de Châtillon, y ante esta figura simbólica él opone a Escipión el Africano, quien encarna los valores más importatnes de aquel período glorioso de la historia romana que fue la República, de la que la Italia todavía medieval en la que el aretino vive es históricamente custodio y continuadora, al menos así lo concibe el poeta laureado, quien se erige a su vez como el protector de esa tradición.

Este enfrentamiento entre Escipión y Alejandro provocará que Petrarca derrame auténticos ríos de tinta al escribir sendas biografías en su colección histórica De viris illustribus y de igual manera en el opúsculo intitulado Collatio inter Scipionem Alexandrum Hanibalem et Pyrrum, obras consagradas a enaltecer la figura de Escipión en oposición a cualquier otro general antiguo o contemporáneo. De esta forma Petrarca se enfrenta en su obra a Alejandro a Grecia y a Francia, ofreciéndoles en oposición a Escipión a Roma y a Italia. El ejemplo más evidente de esto podemos leerlo en el canto VIII del Africa.[5]

Sin embargo, por más que Petrarca desdeñe y desacredite una y otra vez a Gautier, ya he mostrado un ejemplo pero podrían enumerarse otros tantos, en realidad el poeta francés es para él un modelo. Si bien Petrarca afirma no conocer el Alexandreis —recordemos que lo mismo decía acerca de la Commedia dantesca—, es imposible pensar que no lo haya leído. Más aún, yo afirmaría categóricamente que no sólo había leído el poema épico sobre las gestas de Alejandro, sino que seguramente tuvo en su biblioteca una copia del poema y que la estudió minuciosamente como acostumbraba hacer con todos sus libros, especialmente cuando vivió en Francia, período en el que comenzó a escribir el Africa. Seguramente en ese ambiente la Alejandreida era considerada como el gran poema épico tras la Eneida de Virgilio.

Los estudiosos de la obra petrarquesca han aseverado que el Africa es una anti-Alejandreida, pero eso no quiere decir que el poeta del Africa no siga o incluso imite elementos presentes en el Alexandreis. Para demostrar esta dependencia petrarquesca con respecto al epos de Gautier conviene mostrar algunos lugares específicos de los poemas en los que esto es visible.

Quisiera aludir concretamente al manuscrito Acquisti e doni 441 de la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia recuperado hace algunas décadas por el profesor Vincenzo Fera,[6] máximo estudioso del epos petrarquesco y responsable de la edición definitiva del mismo que aparecerá próximamente. Dicho manuscrito tiene una importancia central con respecto al resto de los testimonios debido a que ahí encontramos una cantidad ingente de apostillas provenientes presumiblemente de la copia de trabajo del propio Petrarca que nos muestran la forma en que trabajó con su poema.

En una nota referida al verso 686 del canto V del Africa: “Ibis ad Elisias directo tramite valles”, leemos lo siguiente: “attende Alexandreyda”. La anotación con la que Petrarca se advertía a sí mismo evitar cualquier semejanza con Gautier nos remite a Alexandreis IX, 146-147: “resoluto corpore tandem / tendit ad Elisios angusto tramite campos”. Ésta es una clara prueba de que Petrarca conocía y había estudiado la obra de Gautier, de otro modo esta apostilla no tendría sentido.

Aún hay otros ejemplos que delatan la relación con el poema de Alejandro Magno, aunque no se encuentren en el manuscrito notas que explícitamente mencionen la obra o su autor. He aquí algunos de ellos: Afr. III, 401: “vesanus veniens iuvenis convellere metam”, y Alex. X, 94-95: “et nunc vesanus in ipsum / fulminat Occeanum”. Afr. III, 708: “coniugis, incertusque animi sub corde volutat”, y Alex. IX, 152: “Ad Proum pateat, tacito sub corde volutat”, en este caso debe hacerse notar la dependencia que ambos poetas manifiestan con respecto a Virgilio con la introducción de esta cláusula: Aen. I, 50; IV, 533; VI, 185. Afr. VI, 392: sic ait: “O Libici decus et spes ultima mundi”, y Alex. V, 247: “Ex Dario pendet nostri spes unica voti”. Y por último Afr. VI, 726: Dicite” ait “veteris fuerint que federa pacis”, y Alex. I, 159: “Nam seu pax vigeat seu rupto federe pacis”.

Éste es sólo un pequeño muestrario de lugares que delatan la relación entre los dos poemas épicos, o mejor dicho, delatan el uso que Petrarca hizo del Alexandreis al componer su Africa. Así, es posible afirmar a manera de conclusión que Petrarca utiliza ampliamente el Alexandreis al momento de escribir su Africa, aunque lo oculta  deliberadamente por las razones ya expuestas previamente.

 

[1]Jacqueline Helegouarc’h, “Un poète latin du XIe siècle: Gautier de Lille, dit Gautier de Châtillon”, en Bulletin de lAssociation Guillaume Budé 1 (1967), pp. 95-115.

[2]Marvin L. Colker ed., Galteri de Castellione Alexandreis, Padua: Antenore 1978 (Thesaurus mundi 17).

[3] RVF, CXXXVI y CXXXVII.

[4] Inv. mal. 166: “el más superficial y banal de los galos dijo lo mismo, y en tal forma ha desaparecido todo tipo de pudor que no solamente ha registrado por escrito esta tontería tan baja, sino que incluso lo hizo en versos medidos”.

[5] Afr. VIII, 149-209.

[6]Vincenzo Fera, La revisione petrarchesca dell’Africa, Mesina, Centro di Studi Umanistici 1984.

Vicisitudes de la tradición gramatical latina I: algunas curiosidades

Iván Salgado García

Escuela Nacional de Antropología e Historia / Universidad Nacional Autónoma de México

No es de sorprender que la tradición gramatical sea uno de los aportes más duraderos de la civilización mediterránea, y a su vez, uno de los menos visibles, al menos para el gran público. Pensar en Grecia y Roma nos remite a textos de varia naturaleza, aunque sólo a algunos especialistas les vendrán a la mente nombres como Dionisio de Tracia, Apolonio Díscolo, Donato o Prisciano. Y efectivamente, se trata de un tema reservado a especialistas de dos áreas principales: la filología y la historia de la gramática, pero ninguna de estas dos disciplinas puede (o debe) considerarse aislada, incluso podríamos pensar que la primera de ellas es una suerte de lo que ahora conocemos como interdisciplina.

Entrando en materia, la tradición gramatical, de acuerdo con los iniciados en ello, comienza con la τέχνη γραμματική (ars grammatica) de Dionisio de Tracia (II ante), y tiene su contraparte en el περὶ συντάξεως de Apolonio Díscolo, su contemporáneo. La discusión sobre si uno o el otro fue el padre de la gramática es, en todo caso, banal. En lo que respecta al mundo latino, parece que la ausencia de los libros del de lingua Latina de Varrón han llevado al estrellato a dos gramáticos: Elio Donato y Prisciano de Cesarea. Son estos dos quienes sentaron las bases de la tradición gramatical latina, la que he calificado de duradera por su trascendencia en el tiempo (más de 1500 años) y en el espacio.

A Donato (IV post) debemos, en particular, la distinción en ocho clases de palabras: nomen, pronomen, verbum, adverbium, participium, coniunctio, praepositio, interiectio; distinción que el propio Antonio de Nebrija imitó agregando el artículo, “del que carecía la lengua latina”. Pocas gramáticas posteriores se atrevieron a cuestionar esta división, y Prisciano (V post) prefiere sólo referir las discusiones antiguas sobre el tema: dos según los dialécticos, cinco según los estoicos, diez los que contaban como una parte distinta los verbos en infinitivo, once quienes hacían divisiones entre tipos de artículos. Los comentarios de Servio al ars maior de Donato hacen referencia a esta controversia citando las cifras mencionadas por Prisciano.

Breviario  de Renaud Marguerite de Bar Metz, ca. 1302-1305, Verdun-Bibliothèque municipale, ms. 107-fol.-16v.

Breviario de Renaud Marguerite de Bar Metz, ca. 1302-1305, Verdun-Bibliothèque municipale, ms. 107-fol.-16v.

Aunque la mayoría de los gramáticos parten de enumerar las clases de palabras para luego pasar a la flexión, para algunos esta discusión parece pasar desapercibida. Virgilio Marón Gramático (VII) comienza la discusión sobre los tipos de nomina sin antes explicar cuántos y cuáles tipos de palabras se tratarán en sus epitomae. Un fragmento digno de consideración es, sin duda, la parte final de su prólogo de sapientia, donde se enumeran los que él llama “doce tipos de Latinidad”, en él da diversos nombres para un mismo referente, aunque no existe evidencia de que hubieran sido usados en su época o en tiempos anteriores. Los ejemplos parecen estar inspirados en los capítulos sobre etimologías de Varrón, o en el tipo de etimologías propuestas por Cicerón para los nombres de los dioses romanos.

 

Hay doce tipos de latinidad, y de ellos uno es el que se usa y con el que todos los latinos escriben, pero para que veas un ejemplo de estos doce tipos, aquí se mostrará. 1. En el latín común y corriente existe la palabra ignis (fuego), porque todo lo que toca lo ignit (enciende). 2. Después tenemos la palabra quoquihabin, que se declina quoquihabis, quoquihabi, etc., porque tiene (habet) el poder de cocinar (coquere) las cosas crudas. 3. También se le llama ardon, porque arde. 4. También calax, por el calor. 5. spiridon, por los vapores (spiramina) que emite. 6. rusin, porque enrojece (ruborat) las cosas. 7. fragon, por el ardor (fragor) de su flama. 8. fumaton, porque produce humo (fumus). 9. ustrax, porque quema (urit). 10. vitius, porque da vida (vita) a las extremidades cuando están casi muertas. 11. siluelus, porque se produce con piedras (sílex). 12. Aeneon, por el dios Eneas, que vive en él.

Por esas mismas fechas, Beda el Venerable, en dos obras que distan de ser un ars al estilo de Donato o Prisciano, deja ver los estragos que comenzaba a causar en la gramática latina la inclusión de las litterae griegas. En su tratado de arte metrica, lejos de describir a la manera donaciana el inventario gráfico – fónico de la lengua latina, se dedica a mencionar los casos particulares de la intromisión de grafías griegas en la escritura latina:

Hay muchos que, después de recibir la doctrina del Señor, llenan los textos divinos de letras griegas, incluso aunque no hayan estudiado el alfabeto griego en orden. Algunos escriben la η y la confunden con la h, y esta confusión viene del nombre de Jesús (᾽Ιήσους); otros usan la χ y la ρ, por el nombre de Cristo (Χριστός); el α y la ω por la autoridad que tiene aquella frase de nuestro Señor ‘Yo soy el alfa y el omega’.

Donato, de cualquier forma, seguía presente en la discusión sobre cualquier tema gramatical. Beda mismo, en su capítulo sobre las letras, declara su extrañez hacia la definición que daba Donato sobre la calidad de la letra u, pues mientras para Beda representaba a veces una consonante y a veces una vocal, el gramático latino decía que se trataba de un sonido intermedio. Tal vez estamos frente a una evidencia de cambio lingüístico en diacronía.

Regresando a Donato, olvidamos mencionar que escribió un ars maior y un ars minor, y esta última está redactada en forma de diálogo. Este tipo de texto tuvo sus ecos en otros gramáticos medievales, de los que un representante conocido es Alcuino de York (¿736?-805), quien para explicar la diferencia entre vocales y consonantes recurre a la dualidad cuerpo-alma de su contexto cristiano. El el diálogo participan el maestro y un alumno de nombre Saxo, en alguna parte el primero explica que las vocales se pueden emitir per se y formar sílabas, mientras que las consonantes no pueden ni producirse solas ni formar sílabas. El alumno procede a preguntar después:

Saxo: ¿Hay otro motivo, maestro, por el que se dividan estos dos tipos de sonidos?

Maestro: Lo hay, las vocales son como las almas, las consonantes como los cuerpos. El alma se mueve por sí sola y también mueve al cuerpo, pero el cuerpo no se puede mover sin el alma. Y así las consonantes sin las vocales, porque pueden escribirse solas, pero no pueden pronunciarse ni tener significado sin las vocales.

 

Parecía que el camino de la descripción gramatical estaba ya muy transitado, y la Edad Media abrió el camino a la especulación. La escuela modista de los siglos XIII y XIV con nombres como Boecio de Dacia, Martín de Dacia, Raúl Brito, entre otros, con obras como el célebre de modis significandi sive grammatica speculativa, pero éste será tema de otro post.

No sabemos si Donato y Prisciano imaginaron que mil años después la tradición que ellos inauguraron en latín seguiría dando frutos y acomodándose a la época y a las nuevas hablas de Europa, o a las nuevas del espectro cultural europeo. Entre las aventuras de los gramáticos latinos tal vez la más interesante sea su llegada al Nuevo Mundo, donde en 1547 se vieron calcados en el Arte de la lengua Mexicana de Alonso de Molina, lo que sería el inicio de una prolífica tradición:

De las partes de la oración Las partes de la oración son ocho, nombre, así como teutl, que quiere decir dios, pronombre, asi como nehuatl, yo, verbo, así como nitetlazotla, yo amo, adverbio, así como arcan, oy o agora, participio, así como yntetlaçotla, el que ama, conjunction, así como yuan, y o también, preposición, así como pan, en o encima, ynterjection, así como yyo.

En América y Asia los misioneros europeos describieron decenas de lenguas, Molina y Carochi clasificaron los sustantivos del náhuatl en declinaciones; Melchor Oyanguren de Santa Inés en su Arte de la Lengua Japona utilizó la etiqueta facere para las formas verbales causativas. Estos procesos de acomodamiento no estuvieron exentos de innovación: mientras Oyanguren habla de tiempos filosóficos, Maturino Gilberti, el autor del Arte de la lengua de Mechuacan, añade al paradigma nominal el caso efectivo, pero esto será tema también de otra publicación.

Es innegable, en suma, la trascendencia cultural de la tradición gramatical latina, cuya terminología, a más de 1,500 años de su acuñación, parece seguir vigente en las descripciones lingüísticas elaboradas en el siglo XX, que vio nacer la lingüística como la conocemos en el siglo XXI. Esta primera parte buscó entregar una suma de curiosidades y puntos interesantes que se tratarán con mayor detenimiento en entregas posteriores, que esperamos sean de interés de los lectores.

Roberto El Monje y el abad “B”. ¿Quién fue el autor de la Historia Iherosolimitana?

Daniel Sefami Paz

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

La primera cruzada, predicada en noviembre de 1095 por el papa Urbano II, impactó en las sociedades medievales como muy pocos otros eventos; no sólo generó una movilización sin precedentes, sino que también originó una prolífica tradición literaria. Casi inmediatamente después de la toma de Jerusalén en 1099 a manos de los cruzados, comenzó a circular un grupo de crónicas e historias, escritas por testigos presenciales, que narraban los acontecimientos de estas guerras contra los turcos musulmanes.[1] Uno de estos textos, titulado Gesta Francorum, llegó a Europa pocos años después y fue difundido por Bohemundo de Tarento entre 1105 y 1106, probablemente para reclutar nuevas tropas[2]. Así pues, la obra de Gesta Francorum llegó a manos de clérigos del norte de Francia, con altos cargos eclesiásticos, que se dieron a la tarea de reelaborar su fuente y escribir nuevas crónicas con una mayor refinación y una comprensión teológica de los eventos más concienzuda.[3] A esta segunda generación pertenecen Guiberto de Noguent y Baldrico de Dol, personajes ilustres en su época de quienes conservamos una obra vasta y variada; sin embargo, de Roberto el monje (¿o el abad?) sólo nos queda su Historia Iherosolimitana y nada sabemos de su carrera eclesiástica en Francia.En consecuencia, la personalidad de Roberto sólo puede develarse a partir de los indicios que ofrece su obra, particularmente del texto apologeticus sermo que encabeza su crónica:

Universos qui hanc istoriam legerint, sive legere audierint et auditam intellexerint, deprecor ut, cum in ea aliquid inurbane compositum invenerint, concedant veniam, quia hanc scribere conpulsus sum per obedientiam. Quidam etenim abbas, nomine B., litterarum scientia et morum probitate preditus, ostendit michi unam istoriam secundum hanc materiam, sed ei admodum displicebat, partim quia initium suum, quod in Clari Montis concilio constitutum fuit, non habebat, partim quia series tam pulcre materiei inculta iacebat, et litteralium compositio dictionum inculta vacillabat. Precepit igitur michi ut, qui Clari Montis concilio interfuit, acephale materiei caput preponerem et lecturis eam accuratiori stilo componerem. Ego vero, quia notarium non habui alium nisi me, et dictavi et scripsi; sic quod continuatim paruit menti manus, et manui penna, et penne pagina. Et fidem satis prestare potest levitas carminis et minime phalerata compositio dictionis. Unde si cui academicis studiis innutrito displicet hec nostra editio, ob forsitan quia pedestre sermone incedentes plus iusto in ea rusticaverimus, notificare ei volumus quia apud nos probabilius est abscondita rusticando elucidare quam aperta philosophando obnubilare. Sermo enim semper exactus, semper est ingratus, quia quod difficili intellectu percipitur, aure surdiori hauritur. Nos vero plebeio incessu sic volumus progredi nostrum sermonem, ut quivis cum audierit speret idem; et si forte idem esse temptaverit, longe separetur ab idem.Si quis affectat scire locum quo hec istoria composita fuerit, sciat esse claustrum cuiusdam celle sancti Remigii constitute in episcopatu Remensi. Si nomen auctoris exigitur, qui eam composuit, Robertus appellatur.[4]

 

Basílica de Saint-Remi, Reims.

Basílica de Saint-Remi, Reims.

En síntesis, la información que nos ofrece este pasaje es que el autor se llamaba Roberto y que escribió desde un claustro del obispado de san Remigio. Asimismo, sabemos que estuvo presente en el concilio de Clermont, donde Urbano II predicó la cruzada, y que escribió por orden de su abad B., lo cual sugiere que tenía con él una relación de dependencia vasallática.

Según el cartulario de la abadía de san Remigio, en el siglo XII hubo ahí dos monjes de nombre Roberto, y uno de ellos se convirtió en abad entre 1096 y 1097.[5] Los últimos editores de la Historia Iherosolimitana advierten que, ya desde finales del siglo XII y principios del XIII, los copistas identificaban al autor de la obra con Roberto el abad, pues hay tres manuscritos con una glosa al nombre de Roberto que dice: “alguna vez abad de san Remigio”.[6]

Roberto, el abad de san Remigio, consiguió este cargo en 1096, apoyado por el obispo Manasses. Sin embargo, Bernardo, el abad de Marmoutier, mantuvo una pugna con él y lo llamó a juicio; como Roberto no se presentó, fue excomulgado en un concilio en Reims en 1097. A partir de entonces, intentó demostrar su inocencia y ser reinstalado en su cargo; fue apoyado por Baldrico de Dol y por Lamberto, obispo de Arras, hasta que logró ser exonerado por el papa Urbano II en Poitiers en 1100; no obstante, Buchardo fue nombrado abad de san Remigio y Roberto tuvo que retirarse a la prioría de Sénuc que, aunque era dependiente de san Remigio, estaba lo bastante lejos como para que Roberto no causara problemas. Aparentemente murió en el año 1122.[7]

Existen muchas coincidencias entre el autor de la Historia Iherosolimitana y el abad Roberto, por lo cual identificarlos como el mismo resultaba absolutamente verosímil: vivieron en Reims durante la misma época; Baldrico, quien lo apoyó, también fue autor de una crónica de la cruzada; nuestro autor escribió para su abad Bernardo (si se acepta la versión del manuscrito con este nombre); e incluso dos manuscritos dicen que la obra fue redactada en Sénuc, donde se retiró Roberto.[8] A pesar de todo esto, la conjetura de la identificación de estos dos personajes, si bien aceptada, ya era puesta en duda por el grupo de trabajo, dirigido por Philippe Le Bas, de la edición decimonónica francesa,[9] particularmente por el asunto de la identificación del abad B. con Bernardo, el abad de Marmoutier.La elección de los editores del Recueil fue la de los manuscritos que tenían la lectura de Bernardus, pero probablemente no es la más adecuada.[10] La identificación de B. con Bernardo implica que Roberto (si lo identificamos con el abad) acató las órdenes de su adversario con gusto y además lo encomió como un hombre culto y virtuoso, lo cual resulta poco verosímil. Si descartamos a Bernardo, otra posibilidad es que el abad B. haya sido Buchardo, quien sustituyó a Roberto como abad; no obstante, estos personajes estaban, evidentemente, enemistados e incluso Roberto lo acusó de usurpación en Poitiers en 1100, hecho que anula una posible relación de subordinación.[11] Hay un tercer candidato para identificar al abad B., el cual ya había sido propuesto por Marcus Bull en un artículo de 1996[12] y que ahora también es postulado en la edición de 2013 de la Historia Iherosolimitana que hizo con Damien Kempf: el misterioso abad era Baldrico de Dol. Las razones que dan los últimos editores de la obra de Roberto son, por una parte, que Baldrico fue el único entre los altos jerarcas de la iglesia que apoyó incondicionalmente a nuestro autor y, por otra parte, que la Historia Ierosolimitana de Baldrico, que se diferencia de su fuente, Gesta Francorum, por su composición refinada, coincide a la perfección con la postura que toma el abad B., según el apologeticus sermo, con respecto a la istoria inculta; además, puesto que Baldrico fue un prolífico poeta y hagiógrafo, su perfil coincidirá con el abad litterarum scientia preditus.[13] A pesar de que Kempf y Bull hacen una explicación exhaustiva y consistente, cabría establecer ciertas reservas, ya que la Historia Ierosolimitana de Baldrico es anterior a la obra de Roberto y sería difícil pensar que un abad haya encomendado a su subordinado la tarea que él mismo ya había emprendido.

Ademar de Monteil en una batalla de la Primera Cruzada.

Ademar de Monteil en una batalla de la Primera Cruzada.

El enigma de quién es el abad B. intrinca aún más el laberinto de especulaciones que supone develar la identidad del autor de la Historia Iherosolimitana. Si bien la identificación del autor con el abad Roberto resulta verosímil, dado que hay una conexión inherente en cuanto a la época y el lugar, además de la relación con Baldrico, autor interesado en el mismo tema; la evidencia, sin embargo, no es concluyente: el autor sólo dice que es un monje y no es fácil de creer que un ex abad estuviera sometido a una subordinación de este tipo;[14] añadido a esto, es posible que las coyunturas políticas singulares de los copistas los hayan impulsado a situar la cella del autor en Sénuc y glosar el nombre de Roberto diciendo que había sido abad de san Remigio.[15] El misterio de Roberto y el abad B. no tiene una solución cabal, el camino a la certidumbre de manera irreductible debe ser intrincado, de modo que sólo nos queda atender a las suposiciones.

 

[1]Cfr. Jean Flori, Pedro el Ermitaño y el origen de las cruzadas, Barcelona/Buenos Aires, Edhasa 2006.

[2] August Krey, “A Neglected Passage in the Gesta and its Bearing on the Literature of the First Crusade” en Louis J. Paeto (ed.), The Crusades and other Historical Essays presented to Dana C. Munro by his former Students, Nueva York, Crofts and Co. 1928, pp. 57-78.

[3] Jonathan Riley-Smith, The First Crusade and the idea of crusading, Londres, Continuum 2009, pp. 135-152.

[4] Damien Kempf y Marcus Bull (eds.): The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, p. 3.

[5] Damien Kempf: “Towards a Textual Archaeology of the First Crusade” en Marcus Bull y Damien Kempf (eds.), Writing the Early Crusade: Text, Transmission and Memory, Woodbridge, The Boydell Press 2014, p. 118.

[6] Quondam abbas sancti Remigii. Los tres manuscritos en cuestión son: París, Bibliothèque Nationale de France, lat. 15074 (s. XII); Cambrai, BM 802 (s. XII) y Vaticano, Ottob. 8 (s. XII-XIII); Cfr. Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, p. xix, nota 43.

[7]Cfr. Académie des Inscriptions et Belle-Lettres (ed.): Recueil des historiens des croisades: Historiens occidentaux, vol. III., París, 1844, pp. XLI-XLII; Luigi Russo, “Ricerche sull’ ‹‹Historia Iherosolimitana›› di Roberto di Reims, Studi medievali, 3rd ser. 43 (2002), pp. 651-652; Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, pp. XVII-XXXIII.

[8] Se trata de los manuscritos D y E en la clasificación del Recueil, del siglo XIV de san Víctor y del XIII de Compiègne, respectivamente. Éstos especifican que las reliquias de San Oriculo estaban guardadas donde él escribió (in qua requiescit corpus sancti Oriculi martyris), lo cual indicaría que el lugar estaba en la prioría de Sénuc, en la diócesis de Reims. No obstante, según Carol Sweetenham (intr. y trad.): Robert the Monk’s History of the First Crusade. Historia Iherosolimitana, Surrey/Vermont, Asghate 2011, p.1, también estas insercionespodrían deberse al intento de darle peso a estos manuscritos. Cfr. Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, p. XIX, nota 43.

[9] Académie des Inscriptions et Belle-Lettres (ed.): Recueil des historiens des croisades: Historiens occidentaux, vol. III., París, 1844, pp. XLVI-XLVII.

[10] Esta lectio, naturalmente, no es unánime (según la clasificación del Recueil: nomine Bernardus L, T; nomine B. A, K, N, O, Q, R, S; nomine Benedictus D, E, F, G, H, I; nomine N. U, Y, Z). Los manuscritos L y T son, en efecto, del siglo XII, no obstante, de los siete manuscritos que ofrecen la lectura “B.”, cuatro son también del siglo XII, por lo cual es preferible la lectura de “B”. Cfr. Luigi Russo “Ricerche sull” ‹‹Historia Iherosolimitana›› di Roberto di Reims, Studi medievali, 3rd ser. 43 (2002), p. 653, nota 11 y Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, pp. LXV-LXXIV.

[11] Damien Kempf y Marcus Bull (eds.): The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, p. XXVII.

[12] Vid. Bull, “The Capetian…”, op. cit., p. 39, nota 68.

[13] Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana, op. cit., pp. XXIX-XXXI.

[14] Vid. Carol Sweetenham (intr. y trad.) Robert the Monk’s History of the First Crusade. Historia Iherosolimitana, Surrey/Vermont, Asghate 2011, p. 3.

[15] Damien Kempf y Marcus Bull (eds.), The Historia Iherosolimitana of Robert the Monk, Woodbridge, The Boydell Press 2013, pp. XXXI-XXXII.

 

La biografía en la Antigüedad Clásica y la vita Karoli

Aura García-Junco Moreno

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

La historia del género biográfico se remonta a la Antigüedad Clásica.[1] El primer caso de una obra biográfica del que tenemos noticias es Vidas Paralelas (Βίοι Παράλληλοι) de Plutarco (46/50-120), que agrupa 23 biografías de gobernantes y militares célebres, siempre contraponiendo un personaje griego a uno romano, de acuerdo a características que les fueran similares. Después de ésta, es relevante la obra del romano Cornelio Nepote (100-25 a.C), De viris illustribus, un compendio de biografías de generales, gobernantes y artistas. Alrededor del 126 d.C., Suetonio escribe De vita Caesarum, una obra que se compone de las biografías de Julio César y los once primeros emperadores romanos y que servirá como modelo para algunas biografías medievales, como veremos más adelante. Tenemos también un ejemplo importante de biografía en la Historia Augusta, escrita por distintos autores y de datación problemática (la fecha límite se establece alrededor del siglo III). Ésta última continúa las doce vidas de Plutarco, es decir, desde el emperador Adriano hasta Carino.

Todas las obras anteriores comparten características comunes: incluyen cierto grado de mitificación alrededor de las vidas de los personajes que biografían; son también altamente anecdóticas y tienen huecos temporales que los autores no intentan reparar. En abundantes ocasiones, los personajes biografiados son tan lejanos temporalmente al autor que se han vuelto una especie de mito; este es el caso, por ejemplo, de Solón con respecto a Plutarco o Milciades con respecto a Cornelio Nepote. Jean Favier nos da una perspectiva moderna de este problema cuando, en su estudio de 1999, nos habla del caso del emperador Carlomagno: “since the personage constructed over the centuries for the most part overlays the man […] I have to say to my reader: the word ‘biography’ is not well suited to a book on Charlemagne.”[2]

Esto evidencia la dificultad historiográfica que supone realizar una biografía de cualquier personaje histórico que haya devenido personaje literario. Capas y capas de aseveraciones arbitrarias se sobreponen a los pocos datos fidedignos que existen y se vuelven imposibles de separar por completo.

Carlomagno, Milciades, Solón, Alcibiades, Pericles, e incluso personajes más cercanos temporalmente a los biógrafos mencionados, como Catón, han sido rodeados de una investidura mitificante que hace muy difícil al biógrafo dilucidar los datos reales de las construcciones posteriores. En la mayor parte de los casos, no hay testimonios directos de los personajes y, en ningún caso, los autores estuvieron en contacto directo con sus objetos de estudio.

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Tomando en cuenta lo anterior, cuando se habla de “biografía antigua” se debe pensar en la finalidad moralizante de reportar la vita de hombres ilustres. Si bien en el estudio clásico editado por Dorey, Latin Biography, en general se denosta a los biógrafos por sus imprecisiones históricas y omisiones, los estudiosos posteriores tienen una visión más benigna con respecto al género. De ninguna manera se tratan de catálogos históricos extensivos:[3] el biógrafo se centra en un personaje específico, por lo que las cronologías y eventos relevantes fuera de éste pueden ser trastocados. Las omisiones pueden ser incluso deliberadas con el objetivo de causar un mayor efecto en el lector y resaltar los atributos morales del protagonista.[4] Así pues, las pretensiones de objetividad moderna quedan relegadas en favor de la didáctica.

Estas obras también presentan características estilísticas en común: la brevedad de las vitae, la utilización de listados de actividades, prosa poco ornamentada y un vocabulario repetitivo y formulario que a menudo se reutiliza para distintos personajes.[5] Es, al final, la moral misma, la idea del personaje irreprochable que sirve de ejemplo, la que lleva a elegir los individuos biografiados. No se elige a ningún Tersites para dedicarle páginas.

A partir de la Antigüedad Tardía, la biografía secular desaparece casi por completo dejando paso a la recién surgida hagiografía. El héroe profano deja de ser objeto de emulación moral, en privilegio del personaje sacro. Debido a esto, quedan pocos vestigios de obras con contenido biográfico —que no plenamente biografías— durante este periodo y la alta Edad Media. Repasemos las más notorias de éstas: una de las primeras obras de este genero es una epístola de Sidonio Apolinar (431-487) en la que hace una alabanza Teodorico II (430). No se trata de una biografía en toda regla, sino más bien de una alabanza que incluye elementos biográficos para apoyar la exposición de los méritos del rey visigodo. La epístola se conservó durante la Edad Media y sirvió hasta cierto punto como fuente para otras biografías posteriores.[6] Del siglo VII también se conservan fragmentos de una biografía escrita por Julián de Toledo (642-690) titulada Historia Wambae regis. La historia del rey Wamba es un conjunto de cuatro textos relacionados entre sí. La narración parte de la coronación del rey Wamba en Toledo en 672 y abarca las dos rebeliones en su contra y la posterior recuperación de la corona.[7] Si bien la obra expone algunos aspectos de la vida del rey anterior a la coronación, como se puede observar, no se trata propiamente de una vita, ya que tan solo se centra en una serie de sucesos particulares de la vida del rey. Sin embargo, Julián de Toledo, a diferencia de su antecedente franco, sí cumple cierta faceta de la narrativa de vida, ya que ahonda en la personalidad del rey, así como sus características morales. Al parecer, Suetonio es una de sus fuentes estilísticas.[8]

Le sigue la biografía-panegírico en verso escrita por Ermoldo el Negro a Ludovico I, padre de Pipino: Carmina in honorem Hludovici. La obra fue completada entre 826 y 828 mientras Ermoldo permanecía en el exilio.[9]Ermoldo convivió de cerca de los individuos sobre los que escribió, por lo que dispuso de información privilegiada para su composición. Por otro lado, Ermoldo es una fuente poco fidedigna de la vida de Ludovico I, pues su objetivo primordial era persuadir al descendiente del rey de que lo admitiera de nuevo en la corte de la que había sido exiliado. La clasificación de la obra como biografía resulta entonces conflictiva y el peso de la balanza se inclina hacia el género panegírico y a la vez hacia el tópico de la historia magistra vitae.[10]

Al final, los ejemplos anteriores, si bien no constituyen “biografías modernas”, sí son eslabones en la historia de este género literario. Eginardo, de quien a continuación hablaremos, representa sin duda un parteaguas pero es toda la tradición de alabanzas al poderoso la que sienta las bases del desarrollo de la biografía en la Edad Media.

Llegamos, pues, a la que puede ser considerada con justicia como la primera biografía en la Edad Media, la vita Karoli de Eginardo, escrita alrededor del 828.[11] Esta obra es relevante en muchos aspectos. Eginardo vivió dentro de la corte de Carlomagno por un largo periodo de su vida y tuvo influencia en las decisiones tanto de éste como de Ludovico Pío. Disponía, al igual que Ermoldo, de información directa sobre el emperador. La biografía recorre toda la vida de Carlos, a excepción de la infancia, de la que dice no tener datos fidedignos. Hay pues, desde el inicio, una pretensión de apego a los hechos que se ve reforzada con una enumeración aparentemente pormenorizada de las batallas y costumbres de Carlomagno. Todo en la narrativa, desde la descripción física del emperador hasta sus batallas ganadas y perdidas, parece indicar que Eginardo rinde tributo a lo que enuncia en el prólogo cuando enlista las razones por las que escribe: “nadie podría escribir con más veracidad que yo estas cosas en las que estuve presente y que, como se dice, vi con mis propios ojos.”

A la vez, Eginardo no se desprende del todo de la tradición panegírica como también se percibe en el prólogo: “[…] me dispuse a escribir la vida, las relaciones y gran parte de las hazañas de mi señor y padre adoptivo, Carlo, merecidamente el más sobresaliente y glorioso rey”. Eginardo pretendía hacer resurgir la reputación del rey de entre las críticas a su reinado y persona y la serie de rumores que se desataban alrededor de su figura entrado el reinado de Ludovico Pío. Para este fin, toma una serie de decisiones estratégicas que le permiten construir el personaje de Carlomagno como el soberano ideal, pero a la vez como un hombre real del que podemos intuir en cierta medida el carácter y costumbres, la vida interior. Vita et conversatio et res gestae, dice Eginardo en el prólogo.

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Uno de los cambios importantes que presenta esta biografía sobre las obras anteriores es su enfoque secular. Las esporádicas menciones a factores religiosos funcionan solamente para respaldar la personalidad y cualidades de Carlos. En este caso decide escribir una vita en la que el rey Carlos no quede eclipsado por ningún factor externo; “[Einhard's] sense of greatness could not be simply Christian.”[12] El estilo marcadamente ciceroniano de la obra, así como la extensiva utilización del modelo suetoniano sirven también para respaldar esta pretensión.

Así, la vita Karoli presentan una combinación nueva de elementos que serán fuente fundamental para las biografías posteriores.

 

[1] Hablamos aquí de biografías literarias que tiene como pretensión exclusiva narrar la vida de un personaje en específico. Hay otras obras antiguas que narran la vida de los hombres con otros fines variados, como por ejemplo las odas pindáricas (522-443 a.C) en Grecia o las laudatio funeris (elogios a los familiares recién fallecidos) en Roma. Hay también fragmentos de las llamadas biografías peripatética, cultivada por el círculo de Aristóteles; parece ser que tenían una orientación historicista. Cfr. Yolanda García (intr.), Biografías Literarias Latinas, Gredos, Madrid, 1985, passim.

[2] Jean Favier, Charlemagne, Fayard, Paris, 1999, p. 8, apud Janet L. Nelson, “Writing Early Medieval Biography” en History Workshop Journal, No. 50 (Otoño, 2000), Oxford University Press, p. 131.

[3] Molly M. Pryzwansky, “Cornelius Nepos: Key Issues and Critical Approaches” en The Classical Journal, V. 105, 2009, p. 100

[4] Ídem

[5] Molly M. Pryzwansky, Op. cit. p.101

[6] Thomas F. X. Noble, “Introducción” en Charlemagne and Louis the Pious: Lives by Einhard, Notker, Ermoldus, Thegan and the Astronomer, Pennsylvania State University Press, Pennsylvania, 2009, p. 3

[7] Joaquín Martínez Pizarro, “Introducción” en The Story of Wamba: Julian of Toledo’s Historia Wambae Regis, Catholic University of America Press, s.l., 2005, p.3

[8] Ídem

[9] Godman, Peter, Poets and Emperors: Frankish Politics and Carolingian Poetry, Oxford University Press, Nueva York, 1987, p. 108.

[10] Dolores Carey Fleiner, In Honor of Louis the Pious, a Verse Biography by Ermoldus Nigellus (826): An Annotated Translation, University of Virginia,1996, p.168.

[11] La datación de esta obra es controvertida. Para una discusión al respecto: Alejandra de Riquer, “Introducción” en Eginhardo, Vida de Carlomagno, Madrid, Gredos, 1999, p. 20-29.

[12] David Ganz, “Einhardus peccator” en, Janet L. Nelson and Patrick Worlmad (eds.), Lay Intellectuals in the Carolingian World, New York, Cambridge University Press, 2007, p. 44.

Traductores ibéricos en el siglo XII y la supuesta Escuela de Toledo

Alexis Rivera Luque

Facultad de Filosofía y Letras-UNAM

Cuando madame D’Alverny denominó collectio Toletana[1] al grupo de textos islámicos traducidos del árabe al latín entre 1142 y 1143 para la polémica anti-islámica de Pedro el Venerable,[2] lo hizo bajo la consideración de que los autores de las traducciones habrían estado relacionados con la ciudad de Toledo, en particular con el “círculo”conocido como la Escuela de Traductores de Toledo.

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La idea de D’Alverny es obvia si pensamos que uno de los traductores de la collectio Toletana fue un tal Pedro de Toledo, además de que la supuesta escuela, según se juzgaba comúnmente, habría sido el más reconocido de los centros de traducción en la península.[3] Así, una lista tradicional de los traductores asociados con ella incluiría a Juan de Sevilla, Herman de Carintia, Robert de Ketton, Avendauth, Domingo Gundisalvo, Gerardo de Cremona y Marcos de Toledo, entre otros.[4] A continuación distinguiremos entre los traductores relacionados con la ciudad de Toledo y los traductores del norte de Iberia, relacionados con la traducción del corpus de Pedro el Venerable, además de que haremos algunas anotaciones acerca de la llamada Escuela de Traductores de Toledo.

La noción de esta ‘Escuela’, de cuya existencia ya dudaba Haskins,[5] apareció en 1843 de la mano de Amable Jourdain, quien introduce el término “collège de traducteurs” para referirse a un cierto grupo de traductores que habría trabajado en la versión de obras árabes hacia el latín bajo el auspicio de Raimundo, arzobispo de Toledo, entre 1126 y 1152.[6] El grupo al que se refiere Jourdain, no obstante, sería uno muy reducido, compuesto únicamente por dos personajes: Juan de Sevilla y Domingo Gundisalvo. De éstos dos, como recuerda Rucquoi, sólo el primero iniciaría “su labor de traducción muy pocos años antes de la muerte del arzobispo”.[7] La identidad de Juan de Sevilla aún no se ha dilucidado con certeza, por lo que la atribución de sus traducciones es provisional.[8] Como señala Burnett, “es posible aislar un grupo de textos traducidos por el mismo académico, cuyo nombre aparece como ‘Iohannes Hispalensis’”.[9] Estas traducciones son:

  1. Secretum secretorum de un Pseudo Aristóteles.
  2. De differentia spiritus et animæ de Qusṭāibn Lūqā, dedicado a Raimundo de Toledo.
  3. Liber in scientia astrorum de al-Fargāni.
  4. Liber introductorius ad magisterium iudiciorum astrorum de al-Qabīṣī.
  5. De nativitatibus (los horóscopos al nacimiento) de ‘Umar bin al-Farrujān al-ṭabarī.
  6. Introductorium in astronomiam de Abū Ma‘šar.
  7. De interrogationibus de Māšā’a-llāh.
  8. De rebus eclipsium de Māšā’a-llāh.
  9. De imaginibus de Ṯābit bin Qurra.

El nombre del segundo de ellos, Domingo Gundisalvo (c. 1120-1184), aparece en el cabildo toledano una década después de la muerte del arzobispo Raimundo entre los años 1162 y 1178.[10] Algunas de las traducciones que comúnmente se le atribuyen son:[11]

  1. De scientiis de al-Fārābī.
  2. Liber al-Kindi de intellectu de al-Kindī.
  3. De intellectu et intellecto de Alejandro de Afrodisias.
  4. De intellectu de al-Fārābī.
  5. Fontes quæstionum probablemente de al-Fārābī.
  6. Liber exercitationis ad viam felicitatis de al-Fārābī.
  7. Liber de definitionibus de Isḥāq al-Isrā’īlī.
  8. Liber introductorius in artem logicædemonstrationis atribuido a los Ijwān as-Safā.
  9. Logica et philosophia algazelis de al-Gazālī.
  10. Metaphysica Avicennæde Avicena.
  11. De convenientia et differentia subiectorum de Avicenna, traducido de una obra desconocida de Avicena.
  12. Fons vitæde Ibn Ŷabīrūl.

A pesar de que suele insistirse que el arzobispo Raimundo sería el promotor y mecenas de la actividad traductora en Toledo,[12] la figura más notable de este ámbito en aquella época aparece en el cabildo toledano hasta 1157, pocos años después de la muerte del arzobispo. Se trata de Gerardo de Cremona (1114-1187), “responsable de al menos 70 traducciones de filosofía, astronomía, matemáticas, medicina, alquimia y adivinación”.[13] Algunas de sus traducciones son:[14]

  1. Analytica posteriora de Aristóteles.
  2. Physica de Aristóteles.
  3. De cælo de Aristóteles.
  4. De gen. et corr. de Aristóteles.
  5. Meteora i-iii de Aristóteles/Ibn al-Biṭrīq.
  6. Liber de causis de un Pseudo Aristóteles.
  7. De sensu et sensibilibus de Alejandro de Afrodisias.
  8. In Aristotelis analytica posteriora commentarius de Temistio.
  9. De quinque essentiis de al-Kindī.
  10. De somno de al-Kindī.
  11. De ratione de al-Kindī.
  12. De scientiis de al-Fārābī.
  13. De elementis de Isḥāq al-Isrā’īlī.
  14. De definitionibus de Isḥāq al-Isrā’īlī.

En cuanto a Avendauth, de ser identificable con Abraham bin Dāwūd, filósofo cordobés que huiría de la persecución árabe en su ciudad, sabemos que se asentaría en Toledo alrededor del año 1160. Éste traduciría, junto con Domingo Gundisalvo, el tratado dedicado al alma del Kitāb aš-Šifā’ (El libro de la curación) de Avicena.[15]

Ya en el siglo XIII aparece Marcos de Toledo, presente en los archivos de la catedral entre el 16 de marzo de 1193 y el 17 de marzo de 1216. Es el autor de una versión íntegra del Corán al latín —terminada entre julio de 1209 y junio de 1210—, así como de la traducción de tres tratados médicos de Galeno —incluidos en un corpus Galenicum usado posteriormente para la enseñanza de medicina—y de tres tratados de teología islámica de Ibn Tūmart.[16]

"Machvmetis Saracenorvm Principis eivsq́ve svccessorvm vitae, ac doctrina, ipséqve Alcoran", impreso en Basilea (ca. 1542)

“Machvmetis Saracenorvm Principis eivsq́ve svccessorvm vitae, ac doctrina, ipséqve Alcoran”, impreso en Basilea (ca. 1542)

Sin ninguna conexión documental entre ellos, aparte de este grupo de traductores relacionados con la ciudad de Toledo aparecen los tres traductores asociados con el corpus de textos islámicos traducidos para Pedro el Venerable. La actividad de los primeros dos, Herman de Carintia y Robert de Ketton, se desarrolla en los alrededores del Ebro en ciudades como León y Pamplona y se puede rastrear desde 1138 y 1140 respectivamente. Desde aquella época los encontramos como un equipo de traductores de obras matemáticas y astrológicas del árabe al latín cuya relación está bien atestiguada por las referencias mutuas en sus obras. Más adelante, entre los años de 1142 y 1143, serían contratados por Pedro el Venerable para realizar las traducciones correspondientes a la llamada collectio Toletana o, mejor, corpus Islamolatinum.[17]El más prolífico traductor de éstos dos parece haber sido Herman de Carintia, cuyos trabajos enumeramos a continuación:[18]

  1. Probablemente una versión de los Elementa de Euclides.
  2. Fatidica de Sahl bin Bišr.
  3. Probablemente el tratado De spheris de Teodosio de Bitinia.
  4. Probablemente las tablas astronómicas, el Ziŷ, de al-Jwārizmī.
  5. Planispherium de Ptolomeo.
  6. Maius introductorium de AbūMa‘šar.
  7. Probablemente el De revolutionibus nativitatum de AbūMa’šar.
  8. Probablemente el Quadripartitum de Ptolomeo.
  9. De generatione Mahumet de Sa‘īd bin ‘Umar para el corpus Islamolatinum lo mismo que el siguiente.
  10. Doctrina Mahumet atribuido a ‘Abdullāh bin Salām.

Por otra parte, las traducciones conocidas de Robert de Ketton son las siguientes:[19]

  1. Judicia de al-Kindī.
  2. La llamada versión/compilación ii de los Elementa de Euclides, atribuida anteriormente a Adelardo de Bath.
  3. Chronica mendosa Saracenorum. El original de esta obra todavía no ha sido identificado.
  4. La traducción del Corá para el corpus Islamolatinum.

Acerca de la existencia de Pedro de Toledo, el tercer traductor asociado con el corpus Islamolatinum, apenas sabemos por su participación en dicho proyecto, para el cual tradujo la llamada Apologia al-Kindi, un par de cartas ficticias en las cuales un musulmán le expone los preceptos de su fe a un cristiano y éste le responde con una refutación de sus argumentos.[20]

El hecho de que nunca hubo —o al menos no se ha descubierto— una relación entre los traductores del norte de la península y los asociados con la ciudad de Toledo es una cuestión aceptada por los especialistas hoy en día; de ahí, por ejemplo, que la denominación de la colección de texto de Pedro el Venerable haya pasado de collectio Toletana a corpus Islamolatinum. Más aun: es cierto que, de haber existido un centro especializado en traducciones como se ha sugerido que pudo ser la ‘Escuela de Traductores de Toledo’, una relación entre estos dos grupos pudo haber tenido lugar. No obstante, el consenso académico cada vez se aproxima más a determinar categóricamente que esta supuesta escuela nunca existió como tal,[21] sino que simplemente se puede hablar, como ya intuía Haskins, de una “sucesión de traductores”avecindados en la ciudad.[22]

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[1] Ver GonzálezMuñoz, “Peter of Toledo”, en Thomas y Mallet, ed., Christian-Muslim Relations. A Bibliographical History. Volume 3 (1050-1200). Brill, Leiden/Boston, 2011.

[2] Weber, “Domingo Gundisalvo”, en T. Glick, S. J. Livesey y F. Wallis, ed., op. cit, p. 209; Pergola, op. cit., p. 8.

[3] Ver nota 5.

[4] Burnett, “Robert of Ketton (fl. 1141-1157), en Oxford Dictionary of National Biography [en línea]. Oxford, Oxford University Press, 2004. <http://www.oxforddnb.com/view/article/23723>. [Consulta: 1 de noviembre, 2014].

[5] Ver Burnett, “Arabic into Latin in Twelfth Century Spain. The Works of Hermann of Carinthia”, en Mittellateinisches Jahrbuch, núm. 13. Stuttgart, Henn, 1978, p. 101.

[6] Burnett, “The Coherence of the Arabic-Latin Translation Program in Toledo in the Twelfth Century”, en Science in Context, núm. 14, vol. 1/2. Cambridge, Cambridge University Press, 2001, p. 252.

[7] Burnett, “Mark of Toledo”, en T. Glick, S. J. Livesey y F. Wallis, ed., op. cit, pp. 327-328.

[8] Ver nota 1.

[9] Ver Burnett, “Arabic into Latin in Twelfth Century Spain. The Works of Hermann of Carinthia”, en Mittellateinisches Jahrbuch, núm. 13. Stuttgart, Henn, 1978, p. 101.

[10] Rucquoi, op. cit., p. 4.

[11] Hasse, “The Social Conditions of the Arabic-(Hebrew-)Latin Translation Movements in Medieval Spain and in the Renaissance”, en A. Speer, Wissen über Grenzen. Arabists Wissen und lateinisches Mittelalter. Berlín/Nueva York, Walter de Gruyter, 2006, p. 71.

[12] Hasse, Twelfth-Century Latin Translations of Arabic Philosophical Texts on the Iberian Peninsula[en línea]. Villa Vigoni, 27 de junio, 2013. <http://www.philosophie.uni-wuerzburg.de/fileadmin/EXT00246/_temp_/Hasse_VillaVigoni_March2014.pdf>. [Fecha de consulta: 6 de septiembre, 2015]. Esta lista sólo contempla las traducciones de textos filosóficos efectuadas por Gerardo de Cremona.

[13] Rucquoi, op. cit., p. 5.

[14] Weber, “Domingo Gundisalvo”, en T. Glick, S. J. Livesey y F. Wallis, ed., op. cit, p. 209. Una lista similar puede encontrarse en Cárdenas, “González, Domingo (Dominicus Gundisalvus)”, en E. M. Gerli, ed., Medieval Iberia. An Encyclopedia. Nueva York, Routledge, 2003, pp. 365-366.

[15] El nombre que más recientemente se ha adoptado para denominar a esta collectio es el de corpus Islamolatinum. Ver Martínez Gázquez, “‘Islamolatina’. La percepción del Islam en la Europa cristiana. Traducciones latinas del Corán. Literatura latina de controversia”, en Medievalia, núm. 15. Barcelona, Institut d’Estudis Medievals, 2012, 39-42. Para más información acerca del grupo que lleva a cabo esta investigación ver http://grupsderecerca.uab.cat/islamolatina/.

[16] Ver D’Alverny, “Quelques manuscrits de la Collectio Toletana”, en G. Constable y J. Kritzeck, ed., Petrus Venerabilis 1156-1956. Studies and Texts Commemorating the Eighth Centenary of His Death. Roma, Herder, 1956, pp. 208-218.

[17] Ver Burnett, “A Group of Arabic-Latin Translators Working in Northern Spain in the Mid-12th Century”, en Journal of the Royal Asiatic Society, núm. 109, vol. 1. Cambridge, Cambridge University Press, 1977, p. 62.

[18] Pergola, Apud urbem Toletanam in capella sanctæ trinitatis: Medieval Translators in Spain and the Toledo Affair [en línea]. Londres, University College London, 31 de enero, 2013. <https://www.ucl.ac.uk/translation-studies/translation-in-history/documents/PERGOLA_Apud_Urbem_Toletanam__28UCL_Lecture_Series_29.pdf>. [Fecha de consulta: 6 de septiembre, 2015].

[19] Ver Haskins, Studies in the History of Medieval Science. Cambridge, Harvard University Press, 1924, pp. 12-13.

[20] Jourdain, Recherches critiques sur l’âge et l’origine des traductions latines d’Aristote. París, Joubert, 1843, pp. 108 y 119.

[21] Rucquoi, “Las rutas del saber: España en el siglo xii”, en Cuadernos de Historia de España, núm. 75. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1998-1999, p. 5. El paginado que seguimos aquí es el que aparece en la versión en línea del artículo, ver https://www.academia.edu/4259085/Las_rutas_del_saber._España_en_el_siglo_XII. [Fecha de consulta: 5 de septiembre, 2015].

[22] Ver Burnett, “John of Seville and John of Spain: A mise au point”, en Bulletin de Philosophie Médiévale, núm. 44. Turnhout, Brepols Publishers, 2002, pp. 59-78.

[23] Burnett, “John of Seville”, en T. Glick, S. J. Livesey y F. Wallis, ed., Medieval Science, Technology, and Medicine. An Encyclopedia. Nueva York, Routledge, 2005, pp. 292-293. La traducción es mía.

El adivino portavoz del destino y la musa juguetona

Raúl Alejandro Romo Estudillo

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

La vita Merlini es la segunda obra en orden cronológico (ca. 1148) y en importancia de Geoffrey, originario —según la indicación que el autor da de sí mismo en ciertos pasajes de sus dos obras— de Monmouth, ciudad al sureste de Gales. Geoffrey es famoso por su historia regum Britanniae (la historia de los reyes de Britania), narración legendaria de la historia bretona desde el reinado de Bruto, bisnieto de Eneas (siglo XII a. C.), hasta el de Cadvaladro (siglo VII d. C.). De la relación de los hechos en la historia, resalta la aparición de un niño de origen prodigioso —la unión abominable entre un demonio y una doncella— que despliega sus poderes extraordinarios en la corte de Vortigerno, un rey usurpador. Este ser de habilidades sobrehumanas formula, a partir de un hecho portentoso y de una manera oscura y apocalíptica, una serie de profecías sobre la historia futura de Bretaña; estas profecías, que precedían a la historia y circulaban de manera independiente, fueron incorporadas a ella para conformar el libro VII (de los doce que conforman la obra). Tal personaje de poderes extraordinarios es Merlín.

En la llamada vita Merlini (así en el éxplicit del único manuscrito completo de la obra, que data de finales del siglo XIII) nos es contada una parte de la historia de este mismo personaje aunque con muchos detalles que difieren.[1] Es tal la aparente falta de uniformidad del personaje de Merlín entre la historia y la vita que existe toda una discusión sobre la validez de la adscripción de las dos obras al mismo autor.

Merlín, Profeta.

Merlín, profeta.

Pero no sólo es la variación de las características de un mismo personaje y de los episodios por los que transita lo que hace de la vita un poema extraño: es aun más desconcertante la manera en que el personaje y sus vicisitudes son presentados a lo largo de la obra. Demos, a continuación, una muestra al respecto.

Después de una serie de incidentes en la corte de Rodarco, rey de los cumbros y esposo de Ganieda, hermana de nuestro protagonista, a Merlín, que hasta entonces había permanecido cautivo, se le concede, por fin, su mayor anhelo: marchar a los bosques y vivir apartado del mundo. Ganieda, entonces, en un intento desesperado por retener a su hermano, le pone por delante a su esposa misma, Güendolena, suplicándole que, si ha resuelto irse, al menos la lleve consigo. Merlín rechaza la compañía de su esposa y accede, resuelta e indiferentemente, a que, llegado el momento, se entregue a un nuevo esposo; incluso promete volver a la celebración de la boda y llevar un obsequio. “Pero aquel que la despose —advierte Merlín— debe precaverse de encontrarse alguna vez conmigo y hacerme frente. Llegada la ocasión, será mejor que se aparte; no vaya ser que, si se me concede la oportunidad de enfrentarnos, experimente él para su desgracia la rapidez de mi espada”.[2] Advertencia que se cumple poco después: cuando Merlín se entera, consultando los astros, de la cercanía de las nuevas nupcias de su esposa, reúne su manada de ciervos y se dirige al lugar de la celebración tomando como montura a uno de ellos. Allí se encuentra con Güendolena y también con su nuevo esposo quien, desde lo alto de una torre, se burla del espectáculo que da Merlín acompañado de su manada de ciervos y montado sobre uno de ellos. La reacción de Merlín es arrancar la cornamenta de su montura y arrojarla sobre el hombre. Éste, como resultado del golpe, queda muerto con la cabeza destrozada. Merlín, entonces, trata de huir pero es perseguido, capturado al final y trasladado de nuevo a la corte de Rodarco.

Una parte considerable de la vita, en su relativa brevedad (poco más de 1500 versos), consiste en episodios de este tenor. Otra parte la conforman largas tiradas de profecías, plagadas de guerras y devastación, que encuentran su correspondencia en diversos pasajes de la historia. Pero incluye, además, —principal característica que deja perplejos a los lectores modernos de la obra— pasajes donde Merlín se detiene a dar detalles extravagantes, en largas enumeraciones, sobre maravillas de la naturaleza: sobre peces, sobre islas, sobre manantiales y sobre aves.

¿Cómo puede explicarse el contenido tan variopinto, tan abigarrado incluso, de la vita? ¿Cómo reconciliar el tono de los episodios con la gravedad del personaje que carga con la responsabilidad de enunciar los hechos futuros de Bretaña? Atendamos, para ello, al exordio de la vita.

La obra nos recibe de la siguiente forma: “fatidici vatis rabiem musamque iocosam / merlini cantare paro”. (Me dispongo a cantar la locura de Merlín, el adivino portavoz del destino, y a su musa juguetona)

La locura es, de hecho, la que inspira los episodios proféticos de Merlín y, con ello, Geoffrey hace alusión a la serie de profecías que encontramos a lo largo de la obra. La parte seria y solemne. Ahora bien,  ¿qué significa, por su parte, musa juguetona?

Para empezar, iocosus es un adjetivo presente a lo largo de toda la vita: Merlín se dirige con iocosis verbis, “palabras juguetonas”, al hombre que con su música hace que recupere momentáneamente la cordura;[3] Rodarco, el esposo de su hermana, encuentra un tesoro gracias a su ayuda vatemque iocosus adorat, “y hace elogios juguetonamente al adivino”.[4]  Merlín y Telgesino —compañero del adivino en sus disquisiciones— capturan a un hombre loco y violento, y hacen que se siente junto a ellos para que su plática pueda levantar risusque iocosque “tanto risas como jugueteos”.[5] Merlín, es cierto, experimenta arrebatos de melancolía (como cuando, sorprendido por el invierno en medio del bosque nevado, trata de consolarse hablando con un lobo); pero la impresión con la que se queda el lector es con el tono jovial de tales situaciones (la manera en que Merlín se dirige al lobo no deja de ser ridícula). En suma, los episodios donde hay una combinación de risas y carcajadas con incidentes irónicos e incluso grotescos son notablemente recurrentes.

La alusión a la musa juguetona en el primer verso es la declaración —como señala J. S. P. Tatlock[6]— de que la vita es un jeu d’esprit, un iocus spiritus, un poema ligero y entretenido sobre Merlín y su locura, que incluye también episodios graves y serios representados por los versos proféticos.

Pero la cuestión no queda allí. La propia elección de las palabras es significativa y acarrea el peso de la tradición literaria latina de más de un milenio de historia en tiempos de Geoffrey. La alusión a una musa juguetona nos dice mucho de la intención programática de la vita.

¿De dónde proviene esa musa iocosa? El mismo Tatlock señala dos pasajes de los carmina de Horacio en los que pudo haberse basado Geoffrey. Uno de ellos es el final de la oda 3 del libro III (un poema con tema serio) donde encontramos lo siguiente: “Non hoc iocosae conveniet lyrae: / Quo, Musa, tendis?…”. (Esto no será apropiado para mi lúdica lira. ¿Adónde vas, Musa?)

En Ovidio hay, no obstante, un antecedente más claro y más significativo. Por un lado, en el libro III de las metamorphoses de Ovidio, asistimos a la lis iocosa, “contienda juguetona”,[7] entre Júpiter y Juno. Este episodio (en el que se discute, por cierto, cuál de los dos sexos saca mayor placer de los encuentros amorosos) explica cómo Tiresias —el omnipresente adivino de la mitología clásica— alcanzó su calidad de fatidicus vates[8] (precisamente la misma expresión con la que abre la vita).

Por otro lado, en el verso 354 de la elegía primera del libro II de los tristia, Ovidio declara:

crede mihi, distant mores a carmine nostri –

vita verecunda est, Musa iocosa mea –

magnaque pars mendax operum est et ficta meorum:

plus sibi permisit compositore suo.[9]

 

musa iocosa es una expresión propia de Ovidio. En el verso 387 de los remedia amoris nuestro poeta dice:

Thais in arte mea est: lascivia libera nostra est;

nil mihi cum vitta; Thais in arte mea est.

Si mea materiae respondet Musa iocosae,

Vicimus, et falsi criminis acta rea est.[10]

 

Los pasajes en que Ovidio habla de su musa, lo hace utilizando precisamente el calificativo juguetón. La musa iocosa constituye la declaración poética de Ovidio, frase de la que Geoffrey hace eco ahora para componer una obra de tono más jocoso que serio.

De acuerdo con el principio programático de la vita declarado en el primer verso, Geoffrey nos promete abarcar a Merlín en su calidad de adivino por medio de una musa juguetona (una composición poética ligera). Y, efectivamente, no recibimos menos. Tenemos, por un lado, largos episodios de ominosas profecías sobre el futuro de Bretaña inspiradas por la locura y, por otro, diversos episodios con tinte cómico (Merlín matando al pretendiente de su esposa con la cornamenta del ciervo sobre el que va montado) y maravilloso (Merlín hablando, por ejemplo, de una isla donde habitan unas mujeres con cuerpo de cabra que, cuando corren, superan a las liebres en velocidad); pasajes que, en conjunto, conforman una obra de una naturaleza muy diferente a la grandiosa e intencionalmente seria historia. Es natural, por consiguiente, que el Merlín de la vita, al adaptarse al caracter jocoserio de la obra, termine sufriendo modificaciones con respecto al de la historia. Como quiera que sea, Geoffrey y su tratamiento literario (el primero según se tiene registro) de la figura de Merlín en sus dos versiones fue determinante para la configuración del personaje dentro del ciclo artúrico y la materia de Bretaña.

El sueño del rey Arturo en Avalón (1898), de Edward Coley Burne-Jones.

El sueño del rey Arturo en Avalón (1898), de Edward Coley Burne-Jones.


[1] Para mayores detalles cf. María Alejandra Ordóñez Cruickshank, “La risa de Merlín”, en este blog: http://siem.filos.unam.mx/2013/09/30/la-risa-de-merlin/

[2] vita Merlini, vv. 376-380: “praecaveat tamen ipse sibi qui duxerit illam / obvius ut numquam mihi sit nec cominus astet, / sed se divertat, ne, si mihi congrediendi / copia praestetur, vibratum sentiat ensem” (Los pasajes de la vita han sido tomados de Edmond Faral, La légende arthurienne. III. Documents. París, Champion, 1929, pp. 307–352. La traducción es nuestra).

[3] Idem, vv. 201-202.

[4] Idem, v. 532

[5] Idem, v. 1392

[6] J. S. P. Tatlock, “Geoffrey of Monmouth’s Vita Merlini”, Speculum, Vol. 18, No. 3, 1943, pp. 265-287.

[7] v. 332.

[8] met III 348

[9] “Créeme: mis costumbres estan separadas de mis composiciones —mi vida es honesta; mi Musa, juguetona—, y gran parte de mi obra es mentirosa y ficticia: se les ha permitido más que a su compositor”.

[10] “Tais está presente en mi arte. Mi liviandad es franca; nada tengo que ver con ínfulas. Tais está presente en mi arte. Si mi Musa responde a un tema juguetón, he triunfado; y ella comparece ante el juez acusada de un crimen falso”.

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La risa de Merlín

María Alejandra Ordóñez Cruickshank.

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.

La Vita Merlini de Geoffrey de Monmouth nos muestra, en un poema de 1529 hexámetros, una versión preartúrica de un Merlín con muchos rasgos de la tradición celta. Así pues, nos encontramos ante un vate cuyos poderes no tienen su origen en su nacimiento –la tradición más extendida nos dice que fue hijo de la princesa de una región llamada Demecia y de un íncubo– sino que surgen a partir de un brote de locura.

Durante la batalla de Ardderyd, Merlín, rey de los demetas, lucha a lado de Pereduro, rey de los venedotos, contra Gwenoloo, rey de los escotos. Conforme la batalla va cobrando sus víctimas, Merlín, al ver a sus hermanos muertos, pierde la razón y huye hacia una vida salvaje en el bosque. Tiempo después, un enviado de Ganieda, hermana de Merlín y esposa del rey Rodarco, lo encuentra y sana su locura gracias al tañido de su lira. De este modo, convence a Merlín para que vuelva al palacio junto con su hermana y su esposa. No obstante, al llegar al palacio, se siente rodeado por demasiada gente y pierde una vez más la razón.

Es después de este episodio que Merlín comienza a demostrar sus habilidades sobrenaturales. En primer lugar, evidencia el adulterio de su hermana Ganieda. Ésta, al reunirse con su esposo, lleva sin notarlo una hoja enredada en el cabello: Merlín estalla en una carcajada y deja perplejos a todos, ya que momentos antes se había negado siquiera a sonreír. El rey pide al enloquecido que declare la causa de su repentina risa y éste contesta:

Idcirco risi quoniam, Rodarche, fuisti

Facto culpandus simul et laudandus eodem,

Dum traheres folium modo, quod regina capillis

Nescia gestabat, fieresque fidelior illi

Quam fuit illa tibi, quando virgulta sibivit,

Quos suus occurrit secumque coivit adulter

Dumque supina foret, sparsis in crinibus haesit

Forte jacens folium, quod nescius eripuisti[1]

Ella, para convencer a Rodarco que lo que dice su hermano no es cierto, hace que un muchacho se disfrace tres veces de diferente manera y pide a Merlín que adivine su muerte. Éste, al dar cada vez una versión diferente de la muerte, es desacreditado por su hermana, quien logra exonerarse de este modo. Grande es la sorpresa cuando, poco después, nos es relatado cómo, en verdad, el muchacho experimenta la muerte por las tres causas enunciadas: cae de un peñasco, cuelga por su pie de un árbol y, finalmente, muere ahogado, pues su cabeza queda sumergida en un río que pasaba junto a dicho árbol.  En un momento dado, Merlín, sabe al ver las estrellas, que su esposa Güendolena tomara un nuevo marido. Por este motivo, va a visitarla y, al darse cuenta de que el nuevo consorte se está burlando de él, pues viene montado en un ciervo, lo asesina en un arrebato de furor. Es debido a este altercado que Merlín es mantenido preso en la corte del rey Rodarco.

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Merlín y el rey Arturo, Gustav Doré.

Un día el vate, escoltado por la guardia real, pasea por las afueras del palacio y ríe dos veces: primero, al ver a un mendigo que pedía dinero para remendar su ropa; luego, al ver a un joven con calzado nuevo que compraba suelas de repuesto. Los guardias, sorprendidos, cuentan lo sucedido al rey, quien, una vez más, le pide a Merlín que explique el porqué de su risa. Éste le dice al rey que sólo le responderá si le garantiza su libertad. Él acepta y Merlín contesta:

Ianitor ante fores tenui sub ueste sedebat

Et uelut esset inops rogitabat pretereuntes

Ut largirentur sibi quo uestes emerentur:

Ipsemet interea subter se denariorum

Occultos cumulos occultus diues habebat.

Illud ergo risi: tu terram uerte sub ipso

Nummos inuenies seruatos tempore longo.

Illinc ulterius uersus fora ductus ementem:

Calciamenta uirum uidi pariterque tacones,

Ut, postquam dissuta forent usuque forata:

Illa resartiret primos que pararet ad usus.

Illud item risi, quoniam nec calciamentis

Nec superaddet eis miser ille taconibus uti

Postmodo compos erit, quia iam submersus in undis

Fluctuat ad ripas [...][2]

Así pues, esta locura profética va acompañada, generalmente, por la risa burlona de Merlín. Elemento importante que es anunciado desde un principio por la mención de la musa iocosa[3]. De acuerdo a Tatlock en su artículo “Geoffrey of Monmouth’s Vita Merlini”,[4] Geoffrey, además de demostrar su conocimiento de la poesía latina, coloca desde un principio al poema dentro de una atmósfera juguetona, evidenciando que es un poema que tiene la intención de ser un divertimento, como dice el autor, un jeu d’esprit. Lucy Allen Paton, en su artículo “The story of Grisandole: a study in the legend of Merlin”, al tratar de rastrear el origen del episodio de Grisandole, nos dice que las escenas donde la risa sale a relucir aparecen en diferentes historias de origen oriental. En primer lugar, el relato más antiguo que se tiene del tópico de la reina infiel se encuentra en el cuento indio del siglo V, Çukasaptati. Todo comienza cuando la reina Kâmalila, durante la comida, se niega a comer un pescado macho, que ríe ante la negativa de la reina. El rey, sorprendido, pregunta el motivo de la risa de este ser sobrenatural a Pushpahasa, un hombre sabio capaz de sacar rosas de la boca cada vez que ríe, poder que había rehusado a mostrarle al rey, razón por la cual fue mantenido cautivo. Pushpahasa, finalmente, explica que el pez rio porque la reina le es infiel y es por este mismo motivo que él no se encontraba de humor para reír. El parecido con la Vita Merlini y el tema de la risa es evidente. No podemos saber si Geoffrey conoció dicha historia de primera mano, pero sí que su origen es claramente oriental.

Evangelario de Kells, siglo IX.

Evangelario de Kells, siglo IX.

Enseguida, el episodio de las adivinaciones en torno al mendigo y al hombre que compra suelas para sus zapatos nuevos proviene a su vez de Oriente. En el Talmu, encontramos la historia del rey Salomón, quien desea encontrar el shamir (piedra preciosa con propiedades mágicas). Envía, entonces, a Benajah, comandante de las tropas mercenarias del rey David, para que busque al demonio Aschmedai, el cual sabría decirle dónde encontrar la piedra mágica. Benajah captura al demonio y, mientras es llevado hacia Salomón, ríe tres veces. La primera vez cuando ve a un hombre comprar un par de zapatos que durarían siete años, la segunda cuando ve a un mago ganar dinero mediante su oficio y, por último, cuando ve una boda que se está llevando a cabo. Cuando Salomón inquiere el motivo de su risa, éste explica que rio la primera vez porque al muchacho sólo le quedan siete días de vida, la segunda porque el mago, sin saberlo, estaba parado sobre un tesoro escondido bajo sus pies y la tercera porque al novio sólo le quedaba un mes de vida. De acuerdo a M. Gaster, en su artículo “The legend of Merlin”, el motivo de este relato oriental pudo haber pasado de forma más directa a Inglaterra por medio de un cuento cristiano de origen rumano. En este cuento, el arcángel Gabriel es castigado por Dios y enviado a trabajar con un abad. Éste lo manda a comprarle un par de zapatos que sean lo suficientemente buenos como para que duren un año, cosa que provoca la risa del arcángel. Camino a la zapatería, Gabriel ríe una vez más al ver a un hombre que mendigaba. Cuando el abad pide la explicación de su risa, éste le responde que rio primero porque le pidió zapatos que duren un año cuando a él sólo le quedan tres días de vida y que volvió a reír porque el señor que mendigaba se encontraba, sin saberlo, sobre un tesoro enterrado bajo sus pies. Una vez más vemos el parecido con el episodio de la Vita Merlini. Un ser sobrenatural evidencia, por su risa, hechos que todos desconocen.

En conclusión, Geoffrey de Monmouth realiza en la Vita Merlini una combinación de tradiciones latinas, celtas y orientales. Todo quizás con el afán de reafirmar el juego de la musa iocosa, así como de mostrarnos un Merlín cuya naturaleza es la de un ser sobrehumano, aun si sus poderes provienen de un espíritu que lo enloquece. En un momento dado, Merlín declara: raptus eram, mihimet, quasi spiritus acta sciebam /Praeteriti populi praedicebamque futura[5] y, al final, vemos cómo este mismo espíritu se apodera de Ganieda: Hanc etiam quandoque suus rapiebat ad alta / Spiritus, ut caneret de regno saepe futura.[6] Es más, la misma risa sirve como recurso para resaltar la locura de Merlín. Los momentos de desolación y lamento por regresar al bosque fluctúan junto con la risa, los aligera y hacen saber al lector que no deben ser tomados en serio.


[1] Vita Merlini, vv. 286-293: Me reí, Rodarco, porque a causa del mismo acto debiste ser alabado y censurado. Cuando hace poco removiste la hoja que la reina no sabía que llevaba en su cabello, fuiste más atento con ella de lo que ella contigo; pues se había ido a esconder entre la maleza, allí adonde su amante se le reunió y se acostó con ella. Así, mientras ella estaba echada de espaldas, una hoja caída por casualidad en ese mismo lugar se adhirió a sus cabellos revueltos; y ésa fue la hoja que le quitaste, sin saber de esta situación.

[2] Idem, vv. 508-522: Tu portero estaba sentado ante las puertas vestido con ropas desgastadas y no dejaba de suplicar a los transeúntes, como desprovisto de todo bien, que le concedieran algo con qué remendar sus prendas; pues ese mismo sujeto ha sido, todo este tiempo, un hombre rico sin saberlo: tiene un gran cúmulo de monedas escondidas debajo de sí. Por eso me reí de la situación. Remueve tú la tierra que hay debajo de él y encontrarás unas monedas guardadas allí desde hace mucho tiempo. Después, cuando fui llevado en dirección a los mercados de la ciudad vi a un hombre que compraba calzado y suelas aparte para repararlo y dejarlo como nuevo para cuando se hubiera desgastado y agujereado por el uso; pero aquel pobre hombre no va a tener la posibilidad de utilizar las suelas de repuesto, pues para estos momentos su cuerpo, hundido en las aguas, se desliza flotando en las orillas del río.

[3] Idem, vv. 1-2 “Fatidici vatis rabiem musamque iocosam / Merlini cantare paro [...]” (“Me dispongo a cantar la locura de Merlín, el adivino portavoz del destino, y a su musa juguetona”).

[4] El tema de la musa iocosa se encuentra en los Carmina de Horacio Oda 3 libro III, así como en el libro II de las Tristia y en el verso 387 de los Remedia amoris de Ovidio.

[5] idem, vv. 1161-62 “Estaba fuera de mí y, como si fuera un espíritu, sabía los hechos pasados y predecía los futuros”

[6] idem vv. 1469-70 “A ella también la arrebataba, en ocasiones, su espíritu a las regiones etéreas para vaticinar sobre los eventos futuros concernientes al reino”.